Colecciono trozos de la ciudad como si fuera un general que trata de armar el mapa de un imperio enemigo encontrado entre los restos de un botín, ordenando y reordenando los pedazos sobre una mesa inmensa, buscando algún punto débil en las murallas que defienden la capital.
Voy por calles, librerías y cafés solitarios, en los que me siento a media mañana bebiendo el sol que le llega lejano y tibio. A veces experimento la sensasión de estar bajo una piscina, rodeado de sonidos sin forma y de reflejos celestes - en una dimensión desconocida, de tiempo lento y de luces oblicuas - y palpo el bolsillo derecho del pantalón para sentir la llave del cajón inferior del escritorio, donde guardo las estrellas de un cielo nocturno, traficado en secreto a través de aduanas de todo el mundo.
En una caja de madera labrada conservo las viejas armas de mi existencia. Las balas de plata, el martillo y las estacas. La caja ha permanecido cerrada y en sombras por mucho tiempo y su recuerdo se adormece con los años. La vieja guerra sigue en alguna parte del mundo, según sabe de cuando en cuando, pero las batallas se me confunden en la memoria y el miedo que se aferraba a la piel bajo un cielo en llamas me parece ahora un sentimiento extraño: algo escuchado de pasada en un mercado, o tal vez, leído sobre un cartel desde la ventana de un bus en marcha.
Voy por los días fumando un cigarrillo a pesar de todo, bebiendo pócimas para el espíritu y pasando páginas de una sonriente irrealidad. Nada profundo. Mientras lavo a mano platos y vajilla bajo un chorro de agua caliente y espuma de jabón, canto con el estéreo "these mist covered mountains, are a home now for me...", una brisa marina seca el sudor de la espalda y por unos segundos vuelvo a sentir cierta exactitud geográfica y esa segura vectorialidad que creía perdidas.