"Rodrigo, hijo, cuidado con la pelota, que vas a hacer daño a la señora". La señora a la que se refiere el padre de la criatura soy yo y no se que me preocupa más, si el hecho de que casi me haya golpeado en la cabeza o que el papá me vea como una mujer de mediana edad.
Rápido vistazo mental a mi look. Bailarinas, pantalones pitillo, jersey de cuello de pico, entallado -que no ajustado- las gafas de sol modelo aviador. Voy como miles de chicas, pero supongo que a los 35 una ya no está hecha una ragazza precisamente. Y por otro lado el papá no sabe si soy señora de o señorita. No importa. Como me ha visto con mis criaturas, soy una madre, y como soy madre he de ser una señora. Bueno, asumamos (y mira que me cuesta) que soy una de tantas señoras-madres que baja a el parque a que los críos quemen su energías y tomen el aire (aire viciado, de ciudad, sí, pero aire distinto al doméstico, y del que los niños no se cansan).
El indomable Rodrigo sigue en sus trece. Me quiere meter un gol y a mi no me gusta el fútbol. Estoy viendo esa pelota en mi cara o sobre mis gafas y la idea me inquieta. El padre, al fin, se lleva al niño por la solapa de la cazadora y yo le observó más de cerca. Es un dominguero en toda regla. El padre, no el zagal. Luce un chándal de un conocida cadena especializada en deportes. Rondará los 45, y por estandarte lleva una barriga asentada y una calvicie incipiente, que amenaza con serle fiel hasta el útimo de sus días. Yo le imagino con una manta de vello en su espalda, pero me es imposible comprobarlo. Sí, yo seré una señora, pero decididamente este hombre necesita un reciclaje estético en profundidad y parece un señorón.
En realidad, en cualquier parque de una población del cinturón sur de Madrid hay muchos hombres como él. Aquí la modernidad malasañera, de la que otra im-perfecta puede disfrutar, no tiene ni momento ni lugar. Desde mi banco, veo bastantes señores-padres con el chándal por bandera y la alopecia haciendo estragos. Si el outfit lo remata una riñonera la visión me resulta apocalíptica. Van vestidos para la ocasión, porque el domingo, su domingo manda.
Otros domingueros, luciendo, como no, la deleznable prenda, queman sus energías dejando a los niños con la "parienta" y entregándose con frenesí a la noble tarea de limpiar el coche. Madrugan para deslomarse en la labor. Y lo hacen con cuidado, con ternura. Cuando les veo en la gasolinera, mientras lleno el depósito, pienso en si explorarán el cuerpo de sus compañeras con las exquisitas maneras de las que hacen gala para acicalar sus vehículos. Si acariciarán y darán lustre a la piel de la que duerme a su lado con igual devoción. Quiero creer que sí, pero me cuesta.
Menos mal que todavía hay padres de vaquero o de chinos. Hombres que saben que el chándal es una horterada, un estandarte de la vulgaridad casi imperdonable y por ello, dosifican con cuidado su uso, limitándolo a los momentos en que hacen deporte. Y maridos, o compañeros, o señores de que prefieren gastar la mañana del domingo enroscados a sus mujeres. El coche, como el cielo, puede esperar