Revista Talentos

Honda gold wing

Publicado el 18 enero 2018 por Aidadelpozo

Esto de vestirme así, no sé, no termino de verme. No suelo llevar liguero y medias para una cena de empresa, pero Julián me ha pedido que hoy haga una excepción y no me ha parecido mal concederle ese capricho. En los actos públicos me visto de acuerdo a la ocasión, aunque no llevo una ropa interior tan... Sin embargo...

En mi día a día uso ropa cómoda o de sport. En el hospital llevo pantalones y la bata habitual. Calzo zapatos o botas según temporada y me pongo los zuecos ortopédicos para el trabajo, así que los tacones los reservo para los fines de semana o para cuando salgo con amigas o tenemos algún compromiso social. Este es el caso y sé que la noche requiere de toda esta parafernalia, incluida la lencería, ya que, presiento que cuando volvamos a casa celebraremos de un modo más íntimo el resultado de la cena.

Me miro una y otra vez en el espejo. Me siento en la butaca del dormitorio y cruzo las piernas. La puntilla de encaje de las medias se entrevé un poco cuando el vestido de gasa se sube ligeramente. No lo bajo. Me vuelvo a mirar, cruzo varias veces las piernas de nuevo y sonrío. Me gusta la comodidad pero, después de varios minutos contemplándome, comienzo a verme. Y me veo bien...

Julián está a punto de cerrar un suculento negocio con una multinacional del sector de las telecomunicaciones que le reportaría el reconocimiento de sus superiores y una buena comisión a final del trimestre. Quiere un Volvo nuevo. Días antes me pidió que acudiera con él a la cena en la que, sin duda, se concretarían los puntos que quedaban por aclarar y los flecos que colgaban para ese virtual apretón de manos con el que culminan los grandes negocios. Poca cosa quedaba, me aseguró. Nada, según mi marido, que no se pueda solventar durante una agradable velada. Le acompañará su equipo habitual, con sus mujeres y maridos. Yo no puedo faltar, pese a que sus saraos no me gustan y él nunca acude a las cenas con mis compañeros de hospital. Para mi esposo, ser cardióloga no es tan importante como ostentar un cargo ejecutivo en una reconocida empresa china de telefonía. Ha insistido en que, esta vez, no se me ocurra sacar mi móvil de la competencia en la cena y ha puesto sobre la cama una caja con el último modelo de su empresa. Un flamante pepino de más de seiscientos euros que le han regalado para mí. He comprado una tarjeta nueva y la pondré en el smartphone, pero mi móvil de la competencia lo guardo en mi bolso, como me llamo Sara.

Reconozco que Julián es un hombre con clase. Lo ha mamado. Yo, sin embargo, me he hecho a mí misma, ya que provengo de familia humilde. Educación y principios me los dieron todos; cultura y elegancia, las conseguí a base de hincar los codos en mi escritorio y de currar horas y horas en el Burguer King para pagarme la carrera de medicina y ahorrar para comprar buena ropa. Innato en mí es combinarla con acierto, eso sí que no se lo debo a mis números para acabar el mes con algo de dinero para mi fondo de armario, sino a mi capacidad para observar el mundo que me rodeaba más allá del barrio de extrarradio en el que me crie. Conseguí ocupar una vacante en un prestigioso hospital privado de Madrid, gracias a mi currículo y al sobrio y elegante traje chaqueta que llevé para la entrevista.

Y, pese a que me considero una mujer con clase, sigo sintiéndome más cómoda con mi ropa de calle que en estas cenas de compromiso. Pero hoy, debo admitirlo, tengo que darlo todo. Ya no por el Volvo nuevo de Julián, sino por mí misma. Hace tiempo que no me siento bien en mi piel. Julián me engaña con otras mujeres desde hace tiempo, el nuestro es un matrimonio de pacotilla. Muy educado, eso sí, y aguanto la situación porque dejé de amarlo hace tiempo y ya no me preocupa tanto que vaya o venga. Somos uno de tantos matrimonios que se han convertido en uniones de conveniencia y dejaron de serlo del corazón.

Lo supe un día, cuando llegué del hospital anímicamente rota. Acababa de perder a un paciente, un joven de veintidós años. Llegó en parada y aunque intentamos reanimarlo durante más de una hora, nada pudimos hacer para salvar su vida. Regresé a casa más pronto que de costumbre y oí a Julián hablar por el móvil. Aquella no era una llamada de trabajo, sin duda. No me sorprendió. Trabajamos mucho y pasamos más horas con los compañeros que con nuestras propias familias. Y, además, ambos viajamos. Yo asisto a infinidad de congresos médicos, él viaja por su trabajo. Es sabido por todos que el roce hace el cariño... No me quedé mucho tiempo bajo el umbral de la puerta del salón para escuchar la conversación, pero deduje que había mucho roce, mucho... Sin hacer ruido di media vuelta y salí de nuevo. Metí las llaves sin cuidado en la cerradura de casa y entré dando las buenas tardes casi a gritos. Julián salió al recibidor con el móvil en la mano y me dio un beso en la boca. Aquella noche le follé. Desde aquella noche ya no volví a amar a mi marido pero comenzamos a follar mucho y bien, ya lo creo. No tengo constancia de que siga con ese el mismo roce clandestino, pero sé que si no es esa mujer, será otra. Francamente, dejó de importarme con quién se divierta. Julián y yo follamos con preservativo, así que solo quiero que tenga su Volvo y yo, mantendré su secreto bien guardado.

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La cabeza visible de la empresa con la que Julián firmará el contrato como representante de la suya, tiene unos ojos preciosos y es muy alto. Se llama Fernando Herrero y es el máximo responsable de la división española de la multinacional para la que trabaja. No es especialmente guapo, pero sí atractivo. Tiene las sienes clareadas, aunque no le echo más de cuarenta. Un maduro interesante. Arquea una ceja y me mira, me pregunta qué opino sobre estas cenas de negocios y no puedo evitar lanzar un lánguido suspiro de resignación. Sonríe y sigue hablando con Luis, la mano derecha de Julián.

Acabados los postres, mi "querídisima" Lucrecia, la jefa del departamento de marketing de la empresa para la que trabaja Julián, hace un ademán tonto mientras conversa con Luis, y vierte la taza de café en mi vaporoso vestido. Me pide disculpas y la miro con la sonrisa de quien perdona, pero no olvida. Tengo entendido que, aunque es buena en lo que hace, ha escalado tan rápido porque ha sabido a quién comerle la oreja y lo que no es la oreja. Julián sonríe nervioso cuando Fernando se levanta y se ofrece a acompañarme a los aseos.

El restaurante es uno de los locales de moda de Madrid, donde uno se puede topar en la cena con un cantante, un actor o un afamado escritor. Es tan moderno que no hace distinción de sexos en el aseo, un amplio espacio decorado de un modo minimalista. U2 suena en el hilo musical y el agua del gran lavado corrido de pared a pared, cae en cascada de un modo futurista y casi mágico. Gres dorado decora las paredes y hay cuadros abstractos colgando de ellas.

Fernando sonríe y frota con una servilleta la mancha de café del vestido. Nos reímos cuando me ayuda a secarlo con el aire caliente del secador de manos. Lo dejamos por imposible. Nos miramos y sonrío como tonta. Es como un juego, un tira y afloja, el gato y el ratón... No hay nadie en el baño y todo es muy rápido, sin pensar, sin calcular, imprudente, temerario... La reunión debe continuar.

Bolso, hoja de papel doblada, número de teléfono, llamada, cita la próxima semana, nombre del hotel en las afueras. Iré.

Firma del contrato.

Casa. Matrimonio feliz. Follamos. Volvo en camino.

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Fernando es divorciado, tiene un hijo de dieciséis años que vive en Sidney con su mamá australiana. Le ve dos veces al año y no habla mucho de él. Intuyo que jamás tuvo vocación de padre. Y yo soy cardióloga, tengo treinta y seis años y no tengo hijos ni quiero tenerlos. Sin embargo, me acabo de comprar una moto y, supuestamente, me voy a escapar unos días con Marga, una nueva interna del hospital que es motera experta y me va a dar una lección intensiva de conducción por carretera. Todo el fin de semana en Valladolid, en la concentración Pingüinos. En realidad me escapo con Fernando, aparco mi 600 cc en su garaje y me voy de paquete en su moto. Lo único en lo que no he mentido es que vamos a Pingüinos. Me sorprendió que me pidiera de deje a Julián la última vez que nos vimos, la semana pasada. No lo veía hombre de hacer locuras, pero cuando me rogó que me lo pensara durante este fin de semana y me dijo que nos iríamos en su Honda Gold Wing, pensé: "está loco y está enamorado".

Así que en esta toma de decisiones me hallo. Mientras pienso si desato a la mujer enamorada y loca, consecuente con lo que siento por Fernando, he empezado a tener unos espantosos dolores de cabeza cada vez que Julián me dice "cariño, ¿te vienes a la cama?". Tampoco es que sienta remordimiento alguno, puesto que duermo a pierna suelta por las noches, ya que sé que si yo no se lo doy, se lo estará dando Lucrecia. Supe que hace poco recibió un aumento de sueldo considerable...

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