Viernes. Seis de la tarde. Hora punta en la piscina municipal. Una horda de madres, padres y abuelos acompañantes se arremolina alrededor de cada uno de los niños que, ajenos al revuelo que causan en sus mayores, se dispersan por el pasillo, a la espera de la llegada de sus profesores de natación.
- Ven, ven, Alejandro, que te pongo las gafas, ¡que están torcidas!
- Beatriz, que no, que te he dicho que no corras, ¡que te vas a caer!
- Pues sí, esta tarde he podido cambiar ya el horario de los niños y la pequeña me coincide con las clases de inglés del mayor, mientras el mediano me espera aquí para que le lleve a judo...
-¡Beatriz! Como vaya yo...
- ¡Alejandro! ¡Que vengas te he dicho!
No sé si será que es viernes, o que el reloj marca ya diez minutos más allá de las seis, o que Niña Pequeña ha preguntado media docena de veces cuándo empieza la clase, pero la condensación del aire es directamente proporcional al cuerpo robusto de la abuela de la izquierda que, tacones en alto y bolso en ristre, ha decidido hoy acompañar a su nuera a los centímetros cuadrados que le corresponden de vestuario: área minúscula que, en esta tarde y a esta hora, es lo más cotizado en la milla de oro de la piscina municipal. Ni un reloj de Lotus, oiga. Ni me atrevo de moverme de mi esquina, la bolsa escondiendo el libro en el que me enfrascaré en cuanto Niña Pequeña entre en su clase y me abra camino -perdón, disculpe, gracias, lo siento- entre las envaradas abuelas orgullosas de sus nietos y las madres...
Alejandro no ha ido. Beatriz ha resbalado.
- ¡Si es que ya te lo decía yo!