En la época en que trabajaba en la multinacional petrolera que me pagaba el pan y la sal debía viajar regularmente a Madrid. A veces que tenía que hacer noche en la ciudad y alojarme en un hotel. La primera vez que asistí a una reunión o curso, (o lo que fuese, que no me acuerdo) se celebraba alguna feria importante y yo me fui sin reservar hotel —un clásico en esta bitácora— al llegar la hora de que cada mochuelo se fuese a su olivo, le comuniqué al jefe de explotación que servidor no tenía morada. Me dijo que hablase con Telmo, el intrépido conserje, que enseguida me encontraría cama. Fui al mostrador, le comuniqué mi necesidad y me sugirió que le diese media hora y que no me preocupase, me hallaría alojamiento seguro. Volví cuando me dijo.
—Hay habitaciones en el hotel Villa Magna, justo enfrente. —me comunico amablemente— ¿Le reservo una?
—Bueno, así no tengo que coger el coche. —le dije, sin conocer el establecimiento.
—¡¡Ni se os ocurra!! —se oyó la voz de mi jefe, que se conoce que nos estaba escuchando— Ese es el hotel más caro de Madrid.
No obstante acabé pernoctando en el «Fénix» que tampoco está mal. Ese albergue me sirvió de campamento base durante un tiempo, hasta que un compañero vallisoletano presentó una factura de casi doscientas mil pesetas por una semana de posada y claro, nos dijeron que buscásemos fonda más barata. Encontré un hotelito muy coqueto en la calle Núñez de Balboa. El «NH Balboa». Estuve alojándome allí varios años, incluso algunos fines de semana que fuimos a Madrid Mari Carmen y yo; también estuvimos alguna vez con las niñas.
Una noche en el cajón de la mesita, junto a la Biblia de los gedeones, había un librito titulado «Alfred Hithcock presenta los errores mortales II», un pequeño volumen de ciento y pocas páginas, con un sello impreso en la portada que afirmaba que era obsequio de la casa. Los derechos de la obra los tenía reservados en 1983 Davis Publications y los de esa edición Plaza y Janés editores de Barcelona, con el deposito legal B.10.256 del año 1992. Era una colección de relatos de suspense aparecidos en prensa, fáciles de leer. Me devoré el libro de una sentada. Me llamó la atención particularmente uno titulado «La alternativa» de Mark Sadler, en donde el señor Warreen Mannig, presidente de «Mannig & Coles, Pharmaceuticals» contrata como empleado a Eddie, en libertad condicional y ladrón de cajas fuertes; le obliga a abrir la suya fingiendo un robo para cobrar el seguro. Al final del cuento se tuerce el carro y el asunto no sale como pensaba el ímprobo farmacéutico.
Al mes regresé al mismo hotel y a la misma habitación. En el cajón de la mesita estaba la misma Biblia y el mismo libro de relatos. Tras la cena y tumbado en la cama, hojee el ejemplar buscando el relato del boticario y su empleado. No estaba. Busqué en el índice y tampoco aparecía. Comprobé la numeración de las páginas por si hubiese algún salto en la secuencia que denotara que las hojas fueron arrancadas. En dónde recordaba que debía empezar la historia, la página 71, comenzaba otra, «Soñar es una actividad solitaria», sin ninguna discontinuidad ordinal. Estaba seguro que era el mismo libro, la vez anterior garrapateé en la hoja de cortesía y allí estaba el trazo. Estremecido no sabía a que achacar el fenómeno. Pensé que tal vez lo hubiese soñado y me pareció razonable.
Bajé a tomarme una copa, entonces bebía como si siempre tuviese sed, más calmado. En la barra del bar había un solo parroquiano sentado en un taburete; hablaba con el barman en un acento extranjero. Tenía la frente descubierta y el pelo blanco. Me acerqué a ellos y estuvimos cerca de dos horas hablando animadamente y trasegando cócteles manhatan. Eran cerca de las tres de la mañana cuando vencido por el sueño y el alcohol me despedí de mi compañero de libaciones con un apretón de manos:
—Ha sido un placer, Francisco Navarro: gasolinero.
—Encantado. Warreen Mannig, farmacéutico