I.
La Historia de los países se escribe sobre las escombreras que van dejando. Los hay que derriban con menor fiereza, pero no conozco ninguno que se haya levantado en base a una construcción continua, sin que ese empeño de izado garantice el mantenimiento de las edificaciones antiguas. El patrimonio es una abstracción insostenible. Las generaciones van borrando lo que les incomoda. Se basan en la siempre dudosa teoría de que el pasado, sea cual fuere, es un obstáculo para la implantación del futuro. Lo que sale siempre perdiendo es el presente, que es otra abstracción, una inconveniencia más en la forja de la sociedad. Despreciamos el presente porque albergamos la esperanza ilusoria de un futuro mejor. Ignoramos el pasado porque creemos que nada podemos extraer de quienes nos precedieron. Se nos va el tiempo ensimismados en esa encrucijada absurda. Tuvimos la experiencia, pero perdimos su significado, convino Eliot, pero al paso que vamos, habida cuenta del imponente ejercicio de vaciado en la cultura que ejecutan sin pudor los gobiernos (éste, otros), no vamos a tener ni siquiera eso, experiencia. La habremos dejado entre los escombros. Viviremos alegremente entre las ruinas de la inteligencia. Será la nuestra una herencia de escombros que las generaciones venideras recogerán como un tesoro secreto, incapaces de reconocer el alcance de este desvarío. A veces pienso que este pesimismo mío de ahora (es lunes, entiendan que los lunes no ofrecen razones sentimentales para brincar en endecasílabos) no obedece al desapasionamiento con el que observo la vida. Basta abrir la prensa. Solo necesita uno obsevar con atención el runrún de las noticias, toda la mierda visible, ese inacabable simulacro de sociedad que creemos estar cuidando. Los escombros sostienen la fachada. Porque ahí es donde reside la naturaleza del simulacro: en mantener a la vista la fachada, que no se aprecie en demasía el roto. Que no parezca que lo estamos pasando mal. Que no duela demasiado la tristeza. Mañana abrirá brioso el día. Se pondrán las nubes a perseguirse en el azul del cielo. Vendrá el frío a declamar su poema de invierno. Tendré ocasión para abrazar la luz pequeñita de las cosas que valen la pena y reeleré, escéptico, este arrebato gris de casa que se viene abajo. Pero eso será mañana. Hoy toca duelo o toca desencanto.
II.
En 1929, en la Gran Depresión, hubo muchos Prescotts, banqueros arruinados a los que no les agradó ninguna opción diferente a la de estamparse en la acera. Que no los haya hoy informa del descrédito de la tragedia como género literario. Uno se alegra de que el suicidio no sea un recurso, pero lo que le entristece es que los que así lo consideran sean los afectados por las fechorías de los banqueros en lugar de los malhechores mismos. No queremos Prescotts en el aire, pero tampoco se advierte que haya muchos en fila, conjurados a zanjar su deuda con la sociedad por el expeditivo método de arrojarse desde la cornisa de un edificio. Hay, sin embargo, desahuciados que hacen de banqueros, criaturas a las que la pobreza aboca al suicidio. No hay chistes que podamos adjuntar para esa circunstancia terrible. No hay Prescotts en la gruesa caterva de pobres del mundo. Hay gente que lo perdió todo. Una vez que todo se ha perdido caben dos posibilidades. O empezar de cero o mandarlo todo a la mierda. Duele que haya soluciones intermedias, de inspiración recreativa. Que el malo de esta película, el que salió del banco con la cuenta reventona a costa de los pequeños inversores y de los clientes de cartillas enclenques, sepa que después de la vergüenza pública (en el caso de que la haya) y del ajuste penitenciario (en la hipótesis de que se le aplique) saldrá con la cabeza alta y la seguridad financiera de la que sus damnificados carecen. El lector amable puede intercalar en la lectura los nombres de los personajes conocidos. Los Prescotts sin cornisa. Los que han provocado que andemos como andamos. Algunos, a este paso, dudo incluso que anden.
III.
La vida siempre se abre paso. Lo hace sin heroísmo, apenas conmovida por el atrezzo en el que la obra (inevitablemente dramática) va discurriendo. El lechero hace su reparto a pesar de los muertos y de los escombros. Lo hace sin heroísmo, convencido de que la rutina es un bálsamo y de que los actores que representan la escena, a pesar de que el teatro se haya venido abajo, deben continuar el espectáculo. La ciudad devastada es Londres en 1.940. El pueblo inglés, al que sinceramente admiro, está hecho de una pasta dura y escasamente rebajable al desencanto o a la tristeza. Me imagino uno de esos diálogos victorianos de fluida y pomposa sintaxis en los que el lechero, a la puerta devastada de la eventual cliente, se excusa por la falta de decoro en la indumentaria y por el retraso que causaron las bombas y las trincheras e insistirá (sin aturdir a quien le escucha) en que probablemente mañana será puntual. Todo depende de la impertinente barbarie nazi. Las vacas están a salvo, señora.
Calvo de Mora