… un precioso y estremecedor relato de Mayca Soto, autora del blog El gris de los colores.
Entra y descubre su creativo espacio: un pedacito de su colorida alma que iluminará a muchas vidas e inspirará muchas letras :-)
MÍRAME A LOS OJOS
56 bandejas con sus 56 platos, sus 56 cucharas, sus 56 tenedores y sus 56 servilletas para las 56 habitaciones de la planta cinco, la planta de los paliativos, la de los viejos que se mueren. Y media hora para repartirlos. “No te demores. La planta cinco. Allá te estrenas. No es una planta para entretenerse, ni para hablar ni para mirar a los ojos a nadie y menos para intimar. Tú limítate a hacer tu trabajo rápido que de lo otro ya se encargan los voluntarios” le anunciaron.
“Sí, claro, los voluntarios de la muerte”, pensó. No le gustó, para qué negarlo, le dio miedo aquella planta cinco ya antes de ponerle un pie. “No te cagues, que necesito el trabajo. Sino te hubieras ido Paco, pero muy a tu pesar cariño tuviste que irte. Y Carlos me necesita y que se me acaba el paro, joder. A ver, qué hago yo. Y tú que te fuiste. Y yo que no fui ni capaz de despedirme, de entrar en esa habitación llena de tu enfermedad para decirte adiós. Que me faltaba el aire, hostia, que me quedé afuera llorando y agachada en el suelo como una niña. Y que lo tenga que hacer ahora con viejos, respirar ese aire espeso lleno de tubos, menos mal que sin mirar, sin mirar a los ojos, sin hablar. Rápido, no te cuelgues, en poco más de media hora, 56 habitaciones.”
Lo intuyó al abrir la puerta de la 34. Iba a pasar algo en esa habitación y con ella adentro. El aire enrarecido de la muerte inminente no le había golpeado la cara como otras veces. Quizás fuera por la presencia de aquel voluntario con el que había topado alguna vez y que a menudo le dedicaba una generosa sonrisa, “¿cómo conseguía siempre ser capaz de iluminar en un segundo todo el aire que se respiraba? Juan, creo que se llamaba.” El chico le pidió en un susurro que se aproximara. Dejó a un lado las prisas y al carrito con las bandejas y se acercó reticente. Pudo ver entonces a la anciana esquelética que yacía en la cama. El corazón le dio un vuelco. Parecía muerta. Juan notó su respingo y le cogió la mano para tranquilizarla. “Sólo está dormida. Anna me ha pedido que no me vaya. Tengo que ir al lavabo y no quiero que se despierte y se vea sola. No tiene amigos ni familia. Por favor, quédate con ella, no tardaré.” Intentó negarse, además era verdad que tenía mucho trabajo. Pero cuando iba a abrir la boca para excusarse, Juan ya estaba dispuesto a salir por la puerta.
Se quedó plantada de pie. Incómoda. Tan incómoda que si hubiera podido se hubiera convertido en la mota de polvo de la mesilla donde reposaba un vaso de agua medio vacío. Así que cuando oyó una voz trémula que le preguntaba por su nombre, no respondió. Ni a la primera, ni a la segunda vez. “Niña, ¿me vas a decir cómo te llamas o voy a tener que llamar a un vidente? ¿Dónde está Juan? Y por qué tienes esa cara de susto, oye que no me como a nadie, sólo me estoy muriendo.” “Está en el lavabo, ahora vuelve. Y yo ya me iba, que trabajo de auxiliar y no puedo hablar con nadie.” Y qué ojos tenía la señora, dos faros llenos de luz, nadie diría que a punto de apagarse. “No. No te vayas. Por favor. No me dejes sola. Siéntate a mi lado, cógeme la mano. Ya, ya sé que no os dejan, pero hazlo, por favor. No tengas miedo, chiquilla, que no muerdo. A Juan tampoco le dejan, pero él lo hace, claro que lo hace, me coge de la mano y hablamos de nuestras vidas hasta que me canso y me duermo. Hoy, como mucho mañana, me moriré, ya lo sé, y no quiero hacerlo sola.” Se acercó, se sentó en la cama y le tomó la mano, tan gélida. Y esos ojos que la penetraban. “No tengas miedo cariño, mírame a los ojos. Siempre te veo tan esquiva con tus bandejas. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estas tan triste?” Teresa la miró, nadie se había atrevido a preguntarle eso, nadie había intuido la tristeza que habitaba en ella con desdén. Se puso a llorar muy a su pesar, y no pudo parar de llorar y llorar y llorar, como si se hubiera desatado en ella un torrente que se escapaba de sus ojos. Anna la miraba con dulzura y le abrazó la mano con sus dos manos. Así las encontró Juan.
Autora: Mayca Soto