Pues resulta que nunca he podido ir. Cuando tenía dinero era porque el trabajo me tenía asfixiada, y cuando he tenido tiempo y vacaciones no tenía dinero. Tampoco he encontrado nunca a nadie que quisiera acompañarme en mi aventura, porque supongo que nadie es tan fiebre de la ciudad que nunca duerme como yo ni existe otra persona en mi entorno que esté dispuesta a seguirme como un perrillo, soportar mi euforia desmedida y tragarse dos o tres musicales de Broadway. Tengo la semana de mis sueños casi totalmente planeada, con todas sus visitas y sus tourses y las actividades escritas y ordenadas por prioridades en mi agenda de viaje. Y este año, por fin, me he decidido a empezar a organirzarlo en serio porque este es el año de los propósitos y los cambios en mi vida y no quiero esperar más. Que lo mismo en dos días me da un aire y estiro la pata sin haber ido, y no. Además estoy cansada de ver como todo el mundo va a Nueva York como si nada, sin ser ultra fanáticos como yo ni desearlo con la misma fuerza. Gente no-digna que va porque meh, porque hay que ir a ver rascacielos y eso. Porque sale en las pelis. YA ESTÁ BIEN: NUEVA YORK ES MÍA.
Este invierno he empezado a ahorrar, a quitarme de gintonics innecesarios, a dejar de comprarme caprichos,
De manera que ya es oficial: en 2018 la Rizos pisará Manhattan y lo hará con más garbo porque se comprará unas botas vaqueras de cowgirl auténticas. Me da igual si no encuentro a nadie para entonces que vaya conmigo; voy sola así me rapten en el Bronx. He escogido ese año para darme cierto margen y porque será cuando estrenen el musical de Frozen, al que pienso asistir para cantar Let it Go a grito pelao. Y hace diez minutos he decidido la fecha exacta: el 28 de mayo. O sea, hoy, pero dentro de dos años.
Manhattanhenge, allá voy.