Su voz retumbaba en su cabeza; demasiado saturada para
albergar cualquier cosa más, sin embargo, esa voz se abría paso a empujones.
Esa no sería la noche en la que se daría por
vencido.
Cuando dejó de notar el frío, cuando el
entumecimiento ya formaba parte de él y cada milímetro de su piel se azulaba, supo que era el momento
de comenzar a pensar con perspectiva.
Su entrada a lo que creyó el más perfecto de los
paraísos se convirtió rápidamente en el descenso más vertiginoso al peor de los
infiernos.
Dante estaría orgulloso.
La imagen de su sonrisa cercenada por la más dulce
de las torturas y su alma descosida y hecha girones por la mayor mentira jamás
contada comenzó a hacerle balancear su cuerpo de forma compulsiva.
Intentar definir lo que sentía en ese momento sería
la tarea de un loco, quizá ya le quedara poco para conseguirlo.
Y el recuerdo de sus besos gélidos le derrumbaron.
Ahora vuelve a caminar despacio, solo y quizá más
perturbado, sin un rumbo marcado.
Sin darse cuenta, sus propios pasos le conducen sin saberlo
ni pretenderlo a la puerta de su casa; de ella: la chica de los labios helados,
la que le encontró, le creó, le amó y luego le abandonó.
En realidad no le sorprende.
-Acabemos con esto de una vez…