Ice road truckers

Publicado el 06 abril 2010 por Sergiodelmolino

Estoy enganchado a una maravilla catódica llamada Ice Road Truckers, traducida al español como Desafío bajo cero y emitida -al igual que en Estados Unidos- por el Canal de Historia. Lleva tres temporadas, de las cuales he visto dos.

Es épica pura, salvaje, arrogante, brutal. Bajo el formato de un ‘reality-documental’, Ice Road Truckers cuenta la vida de los camioneros del hielo canadienses: unos tipos que se dedican a conducir descomunales camionacos sobre lagos y trozos de océano helados, en lo más crudo del invierno ártico, para transportar maquinaria pesada de explotaciones mineras y yacimientos petrolíferos, así como suministros y todo lo que necesiten esas estructuras perdidas en el lejano norte e instaladas sobre el hielo.

Esta gente curra unos pocos meses al año, mientras el hielo aguanta el peso de los camiones -que circulan sobre carreteras trazafas puliendo la superficie gélida-, y lo hace a destajo: cobran por entregas, y compiten entre sí para hacer más viajes que los demás. Conducen catorce o dieciséis horas diarias y, cuando llegan al poblado de los currelas, se emborrachan en el pub hasta que se derrumban y alguien les despierta para el siguiente viaje. Cuando despunta la primavera, los más curtidos, los que han logrado descargar más trailers en menos tiempo, se piran a Florida o a algún sitio del Caribe a fundirse en juergas y daikiris la pasta que han amasado en la noche del Ártico. Unos pocos vuelven con sus familias al sur de Canadá o a Estados Unidos, pero los más son lobos solitarios, tíos salvajes, nómadas y con un punto sociópata que gozan con el peligro y la bronca.

La vida de estos macarras podría inspirar un novelón. A Zola le habría encantado, aunque creo que le sacaría más partido uno de esos directores alemanes fascinados por la claustrofobia y por el límite de la experiencia humana. Pienso en Wolfgang Petersen y su Das Boot. A falta de una ficción a la altura, ha inspirado un estupendo programa de la tele.

Es un grupo duro que se precia de su dureza: los novatos son tratados con crueldad. Tienen que hacer muchas entregas, y hacerlas sin quejarse y sin poner cara de susto, para ganarse el respeto de los veteranos. No hay piedad para los que cometen errores que puedan averiar los camiones, y las estrictas normas de seguridad sólo son de obligado cumplimiento para los pipiolos: los veteranos del lugar pueden hacer lo que les pete, incluso carreras y adelantamientos temerarios por el hielo. Cualquier cosa con tal de joder al rival y ganarle en número de viajes.

A veces, se les estropea la calefacción a 30 grados bajo cero y a 100 kilómetros del siguiente punto de respostaje o ayuda. Y los pobres desgraciados tienen que soportar las burlas de los compañeros por la radio.

Al público yanki, obsesionado con el poderío de las máquinas y la dictadura de la ingeniería, le mola ver cómo resuelven los problemas técnicos, cómo sortean un trozo de hielo hundido y cómo hacen para medir el grosor y la resistencia de la capa helada. Yo, que soy de letras por estudios y por espíritu, me emociono mucho más con las escenas marginales: cuando los protas se bajan de la cabina y se emborrachan en el pub; cuando hablan con sus novias desde su habitación; cuando visitan al jefe del sindicato en un cuartito inmundo lleno de tablones de anuncios y de formularios; cuando se cabrean con el mecánico que les echa la bronca por no tratar bien a las máquinas…

Me dan ganas de ser un ice road trucker. Me dan ganas de tragarme mi orgullo de novato y demostrar a esos fantoches que puedo conducir mi camión 500 kilómetros por un lago helado de noche y escuchando en bucle el Flirtin’ With Disaster de Molly Hatchet.

Por desgracia, ni siquiera tengo carnet de conducir, pero me conformaría con ser el camarero del pub y decirles con el rostro ceñudo y una bayeta en el hombro que ya han bebido suficiente por esa noche y que es hora de irse al catre.