IMAGEN DE LA MEMORIA
«Y tu poder será el de las semillas».
Manuel Díaz Martínez

Fotografía de María Gabriela Díaz Gronlier, 2023.
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Estuvimos esperando toda la mañana a mi abuelo Manolo, pero no apareció. No apareció ni ese día, ni el siguiente, ni el siguiente… Como él no tenía teléfono en su casa, mi padre decidió, un día de octubre, de esos octubres cubanos tan parecidos a los otros meses del año, acercarse a su casa. Intuía que algo malo sucedía.
Abuelo vivía en Marianao, y nosotros solíamos hacer el trayecto caminando. El recorrido era largo, pero evitábamos la piñacera que acompañaba todo intento de acceder a una guagua en Cuba. La ruta, que la iniciábamos en el Malecón, a la altura de La Rampa, nos llevaba a bordear un trocito del río Almendares. Al otro lado del río estaba la casa de mi abuelo; pero para llegar a ella, aún debíamos atravesar algunos parques, sombreados de árboles para los que mayo nunca emigraba. Tengo que decir que la caminata era agradable.
Abuelo estaba en su casa. Cuando llegamos mi padre y yo, lo encontramos sentado en el sillón de mimbre que abuela abrillantaba cada vez que alguien de él se levantaba. El cuadro de doble cara, el que durante el día mostraba la imagen de Fidel y por la noche, cuando se cerraba la ventana que daba al pasillo por donde los vecinos pasaban, protegía el hogar con su Corazón de Jesús…; ese cuadro… ¡no había sido girado!: a las diez de la mañana, el Sagrado Corazón, rodeado por la corona de espinas, recibía los rayos de un sol que se colaba por la chismosa ventana.
Abuela estaba sentada junto a la radio escuchando el novelón de turno —abuela Pilar, quien me inculcó el gusto por las series radiales y por los cantos guajiros de Palmas y Cañas—. Abuelo se levantó y preparó café. Abuelo le pidió a la abuela que me llevara a dar una vuelta. Abuelo le contó a mi padre la razón de su tristeza. Abuelo tenía el corazón herido, como el del Jesús de la estampa.
Abuelo era un hombre humilde, compasivo, entregado a su familia y nos quería con el alma. Abuelo sintió que lo sucedido rebasaba su capacidad para aguantar ultrajes: abuelo, que sufría el escarnio al que era sometido su único hijo, sentenciado como gusano intelectual al que había que aplicar un plaguicida, de efecto lento pero letal, pidió la jubilación y entregó el carnet del Partido. A partir de entonces, se dedicó a vender cosas que le caían, por aquí y por allá. «Despachaba» su mercancía en los destruidos y cochambrosos soportales de las bodegas: el retiro no le alcanzaba para cuidar, como siempre hizo, de sus dos nietas.
Pero…, ¿qué había sucedido? Resulta que en el país donde la propiedad privada era un delito y donde la población solamente tenía derecho a alimentarse con lo que la cartilla de abastecimientos otorgaba; en el país que le quitaba la leche a los niños a la edad de tres años, abuelo se había agenciado una chiva. Como su piso era pequeño y estaba ubicado en una primera planta, abuelo metió la chiva en el patio trasero de una casa solariega abandonada. El animal, que allí tenía pasto —había mucha maleza y hasta puede que algún güije en la fuente de agua estancada—, era ordeñado por él a horas muy tempranas. Abuelo iba cada día a casa con el rendimiento de su ordeño: recuerdo el olor de la leche que mi madre hervía, mientras nos preparábamos para ir al colegio donde nos enseñaban los dogmas de la doctrina castrista.
Esta imagen de mi memoria, que aquí escribo para que no me sea desdibujada, pues el peso de los años ahoga recuerdos, incluye el rostro de mi abuelo en aquella mañana de octubre, quebrada por el susto y por el miedo. Muchos vientos huracanados soplaron sobre mi infancia, pero ese día amargo, el día que descubrí que mi abuelo había sido abatido por algo que, por entonces, yo no entendía —la voluntad doblegada— quiere mostrarse al mundo: sabe que todo relato escrito tiene un lector. Y un lector es un pecho latiendo, un espíritu entregado a las experiencias vividas por otros, unas pupilas dispuestas a atravesar espejos.
Al abuelo lo denunció un vecino, que intentó extorsionarlo: quería… ¡la leche para sus pequeños hijos! ¿Qué triste, verdad? La policía se llevó a la chiva, a mi abuelo lo amonestaron, el vecino quedó como el soplón de la cuadra y nosotras regresamos a los desayunos inciertos y a las largas jornadas de adoctrinamiento.


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