La vie en rose / Bola de Nieve
Un hombre avejentado duerme cada noche sobre una rejilla de la que exhala calor procedente del metro de la estación de Cadet. Por el día, coge sus cachivaches y transita por el exclusivo Boulevard Haussmann.
En otra estación del metropolitano, una joven algo extraviada en su mirada pide con tonillo educado a los viajeros que le den fuego para encender un cigarrillo, cuando todos saben que eso es algo prohibido.
A las puertas de las Galeries Lafayette, un chico de rasgos árabes grita reiteradamente en francés y como canturreando: “¡Castañas calientes!”.
En otra plaza, frente al Museo del Louvre, cuyos trabajadores protestaban estos días por los malos augurios que se ciernen sobre su futuro laboral, un hombre duerme ajeno en el suelo mientras la lluvia comienza a arreciar.
Cuanto más te alejas del centro, la piel de los habitantes de los barrios se torna más morena. A más distancia, más negritud: la Banlieue.
En una cafetería de lo más chic de la avenida George V, nos cobran 14 euros por dos coca-colas. Cerca de Saint-Michel, te piden 4,10 euros por un café express.
Estábamos en París, la ciudad de la luz, del amor, y de tantas otras cosas.
Y aunque murió en Estocolmo, René Descartes está enterrado en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. Pasé por delante de su tumba y no pude por menos que sentir un escalofrío ante el que está considerado como el padre de la moderna filosofía. Quizá es que me asaltó entonces su duda metódica. Como tantas otras veces. Como cuando escucho a un cubano cantar en francés La vie en rose.