Desde el inicio, todo fue lo mismo: su madre desesperando ante la potencia de su llanto, su padre comentando su semejanza con Chip y Chop, sus hermanos y compañeros de clase señalando lo escandaloso de su juego, sus amigos adolescentes burlándose del ímpetu de su charla… Ya adulta, en las reuniones comunitarias, los resentidos vecinos reían sobre su imbatibilidad como litigante; las breves parejas mantenidas la acusaban de histriónica, y el par de amigas que a duras penas conservaba, la rehuían por su intensidad.
Por eso, cuando a Victoria se le presentó la ocasión de debutar como soprano dramática, interpretando a “Salomé” en el Teatro Real, no le importó reservar las dos primeras filas del patio de butacas para aquellos que, con sus opiniones, la habían impulsado hasta allí.
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