In memoriam. Texto: José Antonio Garriga Vela. Diario Sur – 12.12.2010.
A medida que cumplimos años solo nos queda la memoria, me dijo una vez Alfonso. Hablaba poco pero de vez en cuando pronunciaba alguna de esas frases impactantes que difícilmente se olvidan. Nos veíamos todos los días excepto los domingos. Yo iba por las mañanas a recogerlo a su casa y lo llevaba a dar una vuelta por el Paseo Marítimo. Mi misión consistía en empujar la silla de ruedas durante el tiempo que habíamos establecido. Nada más. Para eso me pagaba. Siempre hacíamos el mismo recorrido y siempre se quedaba callado en el mismo sitio frente al mar, mirando el horizonte. Como si esa fuera la distancia de la memoria y allí, al final, estuvieran sus moradores.
Solo se vive dos veces, me dijo en otra ocasión. Y como siempre, después de pronunciar una de sus frases célebres, se quedaba de nuevo en silencio, como el hombre que en sueños dice una frase en voz alta y luego vuelve a dormirse. Cuando él hablaba, yo solía detenerme para escucharlo. Me parecía de mala educación dejarlo hablar solo con el mar, con el aire, con cualquiera excepto con el joven estudiante que lo acompañaba. Estaba con él dos horas y luego lo llevaba de vuelta a casa. Así todos los días de once a una. Los domingos descansaba.
Nunca le hice preguntas. No sabía si vivía solo o acompañado; si alguien lo cuidaba o tenía que valerse por sí mismo. No quise implicarme en nada personal porque, desde el principio, intuí que se trataba de un hombre extremadamente celoso de su vida privada. A lo largo del año y medio que estuve a su servicio nunca vi a ninguna otra persona en su casa, aunque yo no traspasaba el umbral de la puerta. Cuando iba a recogerlo, él estaba esperándome en el recibidor. Llegué a la conclusión de que vivía solo y no me explicaba cómo se las arreglaba para hacerse la comida, ir al baño o meterse en la cama. Una vez me crucé en el rellano con una mujer de alrededor de cuarenta años que estaba esperando el ascensor. Creo que aquella mujer acababa de salir del piso de Alfonso.
He de reconocer que sentía curiosidad por conocer su vida, pero no me gusta hacer preguntas. A menudo la gente se confiesa conmigo y yo escucho en silencio, pero Alfonso sólo pronunciaba palabras sueltas sin sentido. Me resultaba extraño que nadie se parara a hablar con él por la calle o simplemente lo saludara. Los inquilinos del edificio nos miraban de soslayo como si fuéramos dos individuos sospechosos. Un lunes fui a buscarlo y el conserje me dijo que había muerto el sábado por la noche. Era un viejo solitario y amargado, me dijo, pero al menos era alguien. En el otro mundo, quién sabe lo que le espera. Le pregunté si Alfonso tenía familiares o amigos y me respondió que en su casa siempre había alguien. Cuando paso por las noches a recoger la basura le oigo hablar con su mujer, con sus amigos, con sus padres… No se puede imaginar la de gente que vive en esa casa.
En Algún Día│José Antonio Garriga Vela.