Hay estados anímicos que se te agarran al alma como una mala jaqueca, y da igual cuantos ibuprofenos te tomes, siguen ahí. A veces parece que les has vencido, que ya estás bien, pero no, de pronto un pensamiento, un mal sueño… y vuelven.
La tristeza es uno de los peores. Conviví con ella casi un año, durante el día conseguía mantenerla más o menos alejada, no hay nada como estar ocupada, y aquel año trabajé más horas que en los dos anteriores juntos. Lo peor venía por la noche, cuando me pillaba sola y con la guardia baja. Entonces no podía evitarlo, venía para quedarse, me acompañaba durante mis horas de insomnio y tenía el detalle de esperarme hasta que me levantaba por las mañanas, como una buena pareja que te da un beso antes de irse a trabajar.
Al final se esfumó. Es verdad que el tiempo todo lo cura. Aún tengo alguna heridita que supura de vez en cuando, pero conseguí pegar todos los trozos y mi corazón se puso a bombear de nuevo.
Pero llevo un par de días que sé que no soy yo, y no me gusta no poder evitarlo.
No estoy enfadada, quizás dolida, que es más jodido todavía porque me deja la autoestima por los suelos. Tampoco tengo motivos, solo que a veces ya no estoy segura de que es lo que quiero, y lo peor es sentir que no estoy segura de lo que tengo.
A veces mi vida me parece bien, incluso podría decir que disfruto de muchos más momentos felices que la gente que tengo a mi alrededor. Y con eso debería de conformarme. Para que pedir más. Pero otras veces, no me apetece conformarme, quiero más, y como sé que no puede ser me enfurruño. Conmigo misma, pero como nunca he podido disimular mis estados de ánimo se me nota. Yo intento que no, pero se me nota.
Me ha pasado más veces, muchas durante estos dos últimos años. Es un poco confuso tener la certeza de que la incertidumbre va a durar casi toda mi vida.
Y que en el fondo, me guste.