• Páramo, Maestra
By Raymundo Gil Torres
Tal vez suene políticamente incorrecto, pero mis recuerdos más fuertes de 1968 son dos: uno, las imágenes del "Tibio" Muñoz llorando en el podio de ganador y después sonriendo con infantil alegría mientras muerde su medalla para comprobar que es de oro; el otro es mi llegada a La Colón. Contaba con nueve años de edad y había terminado el cuarto de primaria en el Colegio Guadalupano. La política de las monjas era mantener grupos mixtos sólo hasta ese grado y los siguientes eran exclusivos para niñas. Mis papás buscaron otras opciones para que yo terminara la primaria. Así pues, llegué al Instituto Cristobal Colón a cursar quinto año. Tenía miedo. No sólo empezaba un nuevo grado: nuevos eran también la escuela y los compañeros, de los que no sabía ni quiénes ni cómo serían.
Lo que si sabía era el nombre de mi maestra: María Páramo. Ya casi me estaba inscrito en otra escuela cuando mi papá se enteró de que ella serïa la maestra en la escuela del
padre Escoto. Me dijo: "Está decidido.Te vas a La Colón". Poca fue la vida de mis temores: desde el primer día de clases me dí cuenta de que varios de mis compañeros del Guadalupano lo serían también en la Calle de los Escalones. En poco tiempo, además, me hice con nuevas, buenas amistades: Felipe Juárez, Javier Castillo,Humberto Moreno, Toño Guillén y quienes serían mis mejores amigos en la primaria y la secundaria: Toño Delgado y Abel Sánchez. Lo que me hizo ganar más confianza, sin embargo, fue la gran calidad profesional y humana de nuestra maestra. A lo largo de mis tiempos de estudiante tuve varios buenos profesores, pero ninguno con aquel amor por la
enseñanza que poseía Páramo, para quien la docencia no era una forma de vida; era su vida, una pasión más que una profesión. Siempre al pendiente de sus numerosos alumnos, sabía exactamente la capacidad de cada uno, lo que le permitía concentrar sus esfuerzos en aquellos que necesitaban más de su asesoría. Y no es poco decir, porque además del grupo matutino en La Colón, por las tardes trabajaba en la escuela Madero. Al recordarla no puedo sentir admiración y preguntarme cómo podía hacer tanto con días de sólo 24 horas, pues aparte de todo ese trabajo, en el escaso tiempo libre entre sus dos grupos se las arreglaba para revisar tareas, preparar sus diarias lecciones, dirigir ensayos de bailables para las fiestas cívicas, etc. Si necesitábamos aclarar cualquier duda de sus clases eramos bien recibidos en su casa y nunca dejaba de ofrecernos ya una limonada, ya un bocadillo. Esto me lleva a otro recuerdo: todos los días, a la hora delrecreo las maestras preparaban tortas, el producto de cuya venta servía para apuntalar las raquíticas finanzas de la escuela. Su elaboración tocaba cada día a un grupo distinto y desde luego que las mejores eran las de nuestro salón. La maestra tenía una gran habilidad en todo lo que emprendía. Con mano firme aplicaba la disciplina en sus grupos, que invariablemente eran los más ordenados en sus escuelas. Era estricta, sí, pero no rígida, dura, que no ruda. El orden en sus aulas nacía del respeto, nunca del temor, pues conocíamos bien su sentido de la justicia. Nos guiaba y corregía no tanto como una maestra a sus alumnos; màs bien como
una madre a sus hijos. Es más, varios de mis compañeros que provenían de partes lejanos -los "internos"- en algunas ocasiones me comentaron: "Páramo es mi madre"
(irrespetuosa, pero cariñosamente, la llamábamos no "la maestra" o "doña María". No; ella era "Páramo"). El día que esperábamos con ansia era el viernes, no como puede pensarse por la llegada del
descanso finisemanal, sino por ser el día en que la maestra nos narraba grandes obras de la literatura. No nos las leía, al menos no completamente; lo que hacía era contárnoslas con sus propias palabras, haciéndolas más vívidas, emocionantes y sobre todo, comprensibles para nosotros. Decía que ya que habíamos trabajado tanto en la semana, bien nos merecíamos esa distracción. Claro, cuando nos habíamos portado mal, el castigo era terrible: ese viernes no había "cuento". La siguiente semana éramos el grupo modelo de la escuela... no nos arriesgábamos a perder sus historias dos semanas seguidas.
Terminó ese luminoso curso y cuando entramos al sexto, supimos que nuestro grupo recibiría un extraordinario privilegio: el padre Enrique había reorganizado la plantilla docente y nuestra maestra se llamaba... María Páramo. Gozamos, pues de dos años seguidos de instrucción casi personalizada. Como el año anterior, en un ambiente de lúdica camaradería fue transcurriendo el curso; cuando nos acercábamos al final de éste, que lo era también del
nivel de primaria, hablábamos a veces, con no poca emoción, de nuestra siguiente etapa, la secundaria, que ya estaba a pocas semanas de distancia. Otro era, sin embargo el leit-motiv de casi todas nuestras pláticas: la IX Copa Mundial de futbol que se jugaba en nuestro país. Todo el recreo no hablábamos de otra cosa y al regresar al salon seguíamos con el tema. La maestra, a quien
habíamos contagiado con nuestra fiebre futbolera particcipaba un rato en nuestras discusiones,nhasta que con una sonrisa mal disimulada nos decía: "¡Basta de argüende, a trabajar!" en un tono que pretendía ser enérgico pero que rezumaba afecto. Más o menos por las fechas en que Carlos Alberto alzó como propia la Copa Jules Rimet después de que Brasil cobró caro a Italia el habernos eliminado, llegó el tiempo de nuestra graduación, en la que el orador fue el maestro Javier Moreno Piedra. No recuerdo su discurso, pero sí que hizo llorar a mas de una de las mamás presentes. Luego de las emociones del
mundial, de los nervios por los exámenes finales y el estrés de los ensayos de la ceremonia de clausura, estábamos listos para la secundaria. Otra vez sentía temor, pero ahora era acompañado por un nuevo sentimiento: había en mí una
gran seguridad. Doña María Páramo había hecho un buen trabajo.