Revista Literatura

Inchátiro 4: Otra Vida.

Publicado el 03 septiembre 2012 por Gildelopez
OTRA VIDA.
Cuando era joven, mis mayores, al contar los recuerdos de su infancia o juventud en Tacámbaro, me hablaban de un lugar que, aunque distinto, todavía podía ver, sentir, vivir. Más que el pueblo, lo que había cambiado eran algunas costumbres, los precios de las cosas, los límites físicos con que el verdor circundante trataba aún de contener el crecimiento del caserío apeñuscado en las faldas de La Mesa, desde cuyo mirador mi generación fue tal vez la última que pudo contemplar toda la extensión del pueblo de un vistazo surrealista y cuasi-onírico en algún amanecer brumoso en que Tacámbaro parecía flotar entre las nubes, presidiendo la Tierracaliente que reverberaba al fondo del paisaje.
Si bien el pueblo en el que crecí tenía mejor alumbrado público y agua (casi) potable en gran parte de las casas; aunque circulaban más automotores por sus calles y había ya más hoteles que mesones, la vida era en esencia igual que en aquellos lejanos días cuya relación me embelesaba en las pláticas de sobremesa en la vieja casa de Allende 33 o en la trastienda, en Portal Galeana.
Al igual que nuestros padres lo habian hecho, jugábamos en las calles y plazuelas, y ocasionalmente en La Carolina o El Aguacatillo. Explorábamos lugares tan lejanos como San Miguel Tamácuaro, Cutzaróndiro o el Salto de Santa Paula. En mis recuerdos, Tacambaro es un pueblo de niños. Deambulábamos libremente y nos sentiamos seguros, protegidos.
Nuestras rutinas cotidianas, a fuer de triviales, sencillas y entrañables no habían lugar para el tedio: levantarnos temprano, asearnos, apresuradamente beber un jugo de naranja y un Choco-Milk con dos yemas acompañado por un bolillo calientito del Gallo de Oro. Mamá daba el toque final a nuestro peinado, acomodaba bien nuestro uniforme y tras recibir su bendición y una torta de frijoles,bistec o huevo (la modernidad, con carnes y panes industrializados aún no nos dominaba), salíamos corriendo a la calle, que a esa hora era propiedad de los niños: sólo los muy pequeño eran llevados de la mano por algún adulto. Salíamos de clases a la una, íbamos a comer a casa y luego, mientras los mayores dormían una siesta, nosotros regrésabamos a la escuela. He olvidado qué clases teníamos durante un par de horas cada tarde. Es más, se me hace muy raro ese horario mixto, pero aunque parezca salido de mi imaginación, les aseguro que así era. La libertad completa no llegaba, sin embargo, mientras no terminarámos la tarea. Cumplido ese requísito, salíamos a recorrer nuestro territorio, cuyos límites eran los del pueblo mismo.
La semana transcurría con plácida monotonía, sin grandes diferencias de un día para otro, con dos excepciones: Los domingos el pueblo se llenaba de actividad y alegría; las calles hervían de gente que llegaba de las rancherías y pueblos cercanos y que con sus mejores galas venía a hacer sus compras semanales, por lo que las tiendas abrían sus puertas más temprano y no descansaban el par de horas al medio día habituales el resto de la semana. Nos levantábamos temprano para ir a misa y así tener libre la tarde, después de cerrar la tienda a las seis. Era entonces la hora de ir a tomar un café o un refresco al Impala y después a dar la vuelta a la plaza o a sentarnos en las bancas, viendo y saludando a nuestras amistades. Un verdadero día de fiesta cada semana que terminaba con unos buenos tacos dorados -mis favoritos- o un "chemisse" del puesto de don Pedro Castillo, en el portal de arriba, aunque a veces mis amigos preferían las enchiladas de doña Domitila, en el portal del Impala.
El otro día especial de la semana era el jueves: la mayor parte de comercios y oficinas no trabajaban y el pueblo parecía vacío. La actividad se trasladaba entonces a los "paseos", lugares cercanos a los que llegábamos a veces en carro, pero casi siempre a pie, siendo el trayecto parte de la diversión. Los alrededores del pueblo eran pródigos en tales lugares: La Laguna, La Alberca, Arroyofrío, La Escondida, etc. A veces simplemente salíamos a la carretera, ya fuera rumbo a Chupio, Tecario o a San Juan de Viña y en el primer lugar que encontrábamos con árboles sombríos instalábamos nuestra parafernalia paseística (todavía eran paseos; aún no los llamábamos 'picnics'). Nuestros lugares preferidos, por mucho, Aeran dos: La Laguna, -con la alegría de la natación y el aura de misterios y leyendas de su vecino, el Malpaís-, pero principalmente, al menos para mí, Cerrohueco.
Por más que madrugáramos, siempre alguien nos había ganado el único cenador; no nos importaba, pues sobraban espacios en donde colocar en el piso el mantel que llevaba mi mamá y encima acomodábamos las canastas con la comida que nos había preparado: tacos "sudados" estilo el Chaparrito, tortas, huevos cocidos, agua fresca. A veces llevábamos una parrilla y carbón para asar carne. Mientras llegaba la hora de comer nos dedicábamos a jugar futbol con los muchos amigos que de seguro por ahí andaban, a balancearnos en el columpio (un mecate con una tablita) que mi papá instalaba en la rama maciza de algún árbol o simplemente caminábamos y nos acercábamos a una parte del cerro desde donde nos parecía que podíamos ver todo el mundo. Mi papá nos explicaba la geografía del enorme fresco viviente frente a nosotros: "al pie de aquel cerro picudo está Turicato; esas casitas de allí son Chupio; las de más abajo, Pedernales. Aquello que parece una casa en ese cerrito, es la estación de Bartolinas. ¿Ven aquellos cerros allá a lo lejos?" Nos esforzábamos y veíamos la hilera montañosa al fondo del paisaje. La gran distancia la azulaba, confundiéndola con el horizonte lejano. Nos decía entonces papá: "Atrás de esos cerros está el mar.“ Contemplábamos con silenciosa admiración el paisaje con las ocasionales nubes que aquí estaban debajo de nosotros, hasta que mamá nos mandaba decir que ya era hora de comer.
Nuestra principal diversión en el pueblo eran las funciones del Cine Morelos. Por alguna razón, la acústica de la sala no era muy buena y me costaba trabajo entender las películas en español; lo bueno es que aparte del domingo, lunes y martes, los demás días daban excelentes producciones subtituladas, lo que subsanaba el efecto del mal sonido. Fue en el Morelos donde me enamoré de Liz Taylor, de Jacqueline Bisset y de Genevieve Bujold; era de ahí de donde salía dos o tres veces por semana imitando los gestos de Kirk Douglas, Yves Montand o Sean Connery. Ahora bien, parafraseando al Flaco, era condición esencial organizar bien el modo de llegar a aquella semioscuridad blanca y negra y cada vez más en Technicolor: teníamos que consultar, a un costado de catedral, la clasificación de los films exhibidos cada semana. Había tres categorías: 'Buenas para todos', 'sólo para mayores' y 'prohibidas para todos'
Aunque llevásemos el cabello largo, vistiésemos pantalones acampanados, camisas floreadas y zapatos de plataforma; aunque oiamos a Pink Floyd, Led Zepelin, CCR y Joan Manuel Serrat, para los “gallos” seguiamos recurriendo al repertorio de Juanito: ‘Despierta’,‘Amar y vivir’, ‘Rio Colorado’ 'Gema'... Gallos para los que habíamos conseguido permiso en nuestras casas, tras árduas negociaciones, pues aunque éramos muy modernos y muy liberados, no llegábamos nunca a casa después de las once de la noche, so pena de encontrar a toda la familia despierta y angustiada. Seríamos muy rebeldes y muy independientes, pero al igual que nuestros abuelos, a las recipientarias de aquellas serenatas sólo podíamos verlas y platicar con ellas un rato por las tardes, sentados en el quicio de la puerta de sus casas, al alcance del ojo avizor de padres y/o hermanos.
A principios de los 70s dos procesos se iniciaron: con mi ingreso a la prepa en Morelia iniciaba un gradual alejamiento de mi pueblo, que no mucho después se volvió definitivo; por la misma época llegó, por fin a nuestras casas la televisión, como punta de lanza de cambios ahora sí profundos. Cuando vuelvo la vista a ese momento, cuatro décadas há, comprendo que no era de un poblado de donde me marchaba. Era otra vida, otro mundo lo que dejaba atrás

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