Inchátiro seis: Café con aroma de papel.

Publicado el 15 febrero 2013 por Gildelopez

   La leyenda en el póster decía: "La felicidad es una taza de café y un buen libro" y provocó dos brevísimas controversias ciber-epistolares  con Estelita, la más querida de mis hermanas. Aunque ambos suscribíamos el dicho del cartel, mientras que mi adhesión era incondicional, ella quitaba la palabra 'libro' y ponía 'tablet'. Por otra parte, si bien coincidíamos en lo del café y la felicidad, diferíamos en las formas y escenarios que ésta última reviste. 

   Fue muy corto el primer desacuerdo, porque no tardé apenas nada en ganarla para las filas de los papirómanos literarios. Además, concordamos en que realmente no se puede decir que un medio sea superior al otro. Ambos tienen su lugar y razón de ser.

   Coexisten pacíficamente en mi librero (sería pomposo llamar 'biblioteca' al estante en el que se apilan mis pendientes de leer y mis viejos amigos impresos), donde han establecido un modus vivendi espontáneo y no como resultado de algún armisticio ya que nunca hubo conflicto ni disputa alguna de límites.

   Cada vez que termino de leer un libro me planto frente al librero, no muy seguro de cuál de los ejemplares a la vista será mi compañero inseparable por los próximos días. Elijo alguno, hojeo las primeras páginas, casi siempre saltándome el prólogo, porque los editores tienen la maldita costumbre de poner una sinopsis demasiado reveladora en vez de un preámbulo orientador antes del primer capítulo, lo que me hace recordar las palabras de mi abuelito Raymundo: "El prólogo es la parte del libro que se lee al último, aunque viene al principio y en cambio el índice, que está al final es lo primero que buscamos".

   No me convence el primer candidato; tomo otro y otro, repitiendo el proceso hasta que alguno me atrapa. Es muy importante esta selección, porque el elegido casi casi sera parte de mí en los siguientes días. Cuando estoy leyendo un libro lo cargo conmigo a dondequiera que voy, para poder continuar su lectura a la menor oportunidad. A veces, ya que tengo la costumbre de olvidar donde dejé el carro en los centros comerciales, cuando recorro algún estacionamiento buscándolo, pienso: "ya me lo robaron y lo que me duele más que quedarme a pie es que no había terminado el libro".

   Cuando estoy en mi tiempo libre o preparándome para dormir, vaya y pase; pero cuando tengo que salir a la calle y no he elegido un acompañante impreso, puedo pasar un mal rato; igualito que las señoras frente a su guardarropa diciendo "¿qué me pongo, qué me pongo? o peor aún: "¡no tengo nada que ponerme!"

   Es aquí donde el e-reader tiene un papel (qué buena palabra) preponderante. Gracias a él me ahorro esos largos minutos de hesitación, de dudas casi existenciales: en lugar del tormento de elegir entre un montón de libros sencillamente cargo con todo el montón. Claro que con ello sólo pospongo la decisión, pero por lo menos ya no pierdo autobuses ni llego tarde por estar escogiendo material de lectura.

   Convenimos pues, en la utilidad de ambas formas: si bien el libro tradicional es insuperable para hacer de la lectura una experiencia sensorialmente más rica, el dispositivo moderno le gana en funcionalidad en una época como ésta, marcada por los constantes desplazamientos y sin márgen de tiempo que perder.
  
   El asunto del café no requirió de discusión alguna -normal, siendo como somos, un par de cafeinómanos-, y hablamos entonces del tema de la felicidad. Dijo mi hermanita que no sólo era importante el material de lectura y la estimulante compañía de nuestro brebaje favorito; el lugar en el que leamos debe ser bien elegido para lograr una plena sensación de bienestar. En su caso, ese lugar era su habitación, enfundada ella en su pijama favorita. Me preguntó cuál era mi sitio preferido. Aquí no hubo discusión, porque al ir a contestarle, mis pulgares quedaron congelados a milímetros del teclado del teléfono mientras mi mente viajaba lejos de aquí. Hagan de cuenta los mitológicos viajes astrales de Rampa. De pronto estaba en un autobús, viajando hacia el lugar que completaría las circunstancias idóneas para mi felicidad.

   Poco antes de llegar a mi destino, el vehículo hizo un alto para que descendiera un pasajero en la entrada a Hupánguaro y en un impulso repentino decidí bajarme y hacer el resto del trayecto a pie.

   Fui viendo, a veces claramente, a veces sólo como un recuerdo borroso, paisajes, objetos y personas de pasados remotos que de pronto volvían a mí -más que volver, parecía como si hubiesen estado en mi subconsciente toda la vida y de pronto una luz intensa me los revelaba- en una entrañable procesión de imágenes.
  
   Caminé por una angosta vereda paralela al camino pavimentado. Vi en el otro lado de la carretera las viejas fábricas artesanales de ladrillos, poco antes de llegar a la Curva del Diablo, cuyo pronunciado declive me causó el habitual desasosiego de cada vez que paso a pie junto a ella; hice una pausa un poco adelante, para llenar mi vista con la isla de tejados rojos y paredes blancas que de pronto apareció al doblar otra curva menor: Tacámbaro flotaba en un mar de distintas tonalidades verdes que se unían con el azul en lontananza.

   Bajé por la antigua pendiente del Canelillo. Me pareció adecuado iniciar un regreso a mis orígenes por éste, que fuera el escenario de mi más antigua exploración del pueblo: no hacía mucho de que mi mamá me daba ya permiso para salir solo a la calle y una tarde en que no encontré a ninguno de mis amigos habituales caminé sin rumbo y llegué a lo alto de la empinada y sinuosa calle en uno de cuyos recodos ví un creciente grupo de personas -niños y adultos- que parecían estar esperando algo; curioso, me uní a la pequeña multitud y cuando el sol empezó a ocultarse supe el motivo de aquella asamblea callejera: una función de cine al aire libre. El recuerdo mas antiguo que tengo de mi relación con la "pantalla de plata" curiosamente es el de una encalada pared de adobe convertida en efímera pantalla.

   Ya olvidé de que trataba la película, pero no que absorbió mi atención durante poco menos de una hora; tanto, que al terminar la exhibición, ya completamente de noche, no recordaba cuál era el camino que había seguido para llegar hasta allí. Con la angustiante sensación de haberme extraviado caminé calle abajo. La diferencia en la iluminación me hacia ver todo distinto, pero al cabo de un rato respiré aliviado ante la familiar vista de la calle Madero.

   Ahora, cuarentaitantos años después, volvía a mí aquel sentimiento de seguridad y confianza, al encuentro de la calle que me llevaría al lugar que buscaba. Empecé el recorrido de la primera, larguísima cuadra, viendo casas y personas de un pretérito redivivo. Pasé junto a un grupo de señoras que hacían 'cola', con sus cubetas de nixtamal en un molino-tortillería. Poco después, en la banqueta de enfrente estaba la señora María Eugenia en la caseta de radio-teléfono a la que íbamos para llamar a la familia de Churumuco. En 'El Gallo de Oro' ví a Yola Hurtado, tan bonita como siempre, y como siempre sonriente, atendiendo con don Roque a la numerosa clientela. Pasé junto al negocio de Constita y la sastrería de Raúl, "la Máquina". Silvita Pérez entraba a su casa, luego de un día de trabajo en el Banco de Comercio de Michoacán. De la Tintorería Leal salían los habituales sonidos de las grandes planchas de vapor. Junto a mí pasó el maestro Saavedra, que volvía de la Federal; los pequeños Lalo, Paco y Martita salieron corriendo a recibirlo; la maestra Martha Mandujano sonríe en la puerta de su casa.

   La segunda cuadra es tan corta como larga fue la primera. Apresuro el paso, tratando de echar sólo un vistazo superficial a las dos cercanas encrucijadas, porque sé bien que si me detengo nunca llegaré a mi meta. Son territorios que por sí solos ameritan no uno sino varios viajes como el presente. Observo, pues, sin detenerme. En la primera esquina, hacia el norte, La Espiga de Oro, la casa del Líder, la de Toño Guillén, la de los Basaldúa, oigo la música de la kermesse del padre Rafael y sobre todo, veo a mi amada Colón, presidiendo Los Escalones. Al sur, El Marinero, de los buenos amigos Martha y Victoriano Ayala; la casa del maestro Zúñiga, la imprenta de Torres y la Casa Sánchez, de don Everardo y doña Tere, papás de mis amigos Tere, Everardo, Alejandro y Corina. Más allá está el hotel de don Celso Mendoza. Sigo mi camino. Poco antes de llegar a la otra esquina me asomo a la casa del maestro Eleazar García: Bolívar y Eleazar Jr. se ríen de algo que les acaba de contar su hermano Demóstenes. Sonrío, contagiado por su alegría, mientras veo a doña Mariquita y don José Rubio tras el mostrador de El Porvenir. Es la esquina de Allende y Madero y casi corro, eludiendo el canto de las sirenas que me llaman. Si las oigo, definitivamente no llegaré a mi destino. Ya volveré a este rincón amado. Al pasar por la carnicería de don Gustavo oigo la música que sale del salón de enfrente: son los Capri que ensayan, como todas las tardes. Para cuando paso por la ventana de la estética de Irmita Becerra y la oficina de su papá, don Nahúm lo que oigo es otra música, ya no en vivo, sino grabada. Aguzo el oído y reconozco la melodía y sus intérpretes: Velcro Fly, ZZ Top. Los sonidos vienen de la tienda de mi mamá, en la esquina de Melchor Ocampo. Aquí doblo a la derecha. Si entro al portal no se cuándo saldré. Veo a don Ciro con sus botes de nieve de pasta y de limón y entonces veo al joven, casi niño que era yo, platicando de libros y de rock, de tienda a tienda, la angostísima calle de por medio, con Rossana Cortez, ella sí, una niña todavía. Paso silencioso, sin interrumpirlos. Junto a la tienda está la puerta de mi casa y enseguida la de la central teléfonica en donde mi futura tía Lolita Reynoso comunica a una mitad del pueblo con la otra. Después está el consultorio del Dr. De la Parra y en la esquina la farmacia Cruz Roja, de don Nacho Castro. Un señor llamado Antonio acomoda aquí su canasto lleno de fruta de horno todas las tardes. Enfrente está el consultorio del Dr. Guzmán.

   Había llegado a Zaragoza, la vieja Calle Real y a la izquierda ví por fin el lugar que tenía en mente al emprender mi viaje: la Plaza Grande. Sí, éste era el sitio en el que me hizo pensar la pregunta de mi hermana. Por fin estaba aquí y extasiado crucé los pilastrones de la esquina sudoccidental; percibía claramente el fuerte aroma del café preparado por don Toño Gutiérrez en el Bambi.

   Ésta era mi tierra prometida en la que debían juntarse, formando un círculo perfecto, las líneas de la trinidad que me había convocado: lectura, café y felicidad.

   De mi mochila extraigo el libro que según yo me acompañará un buen rato, pero antes de sentarme a leer decido dar una vuelta por la plaza. Mientras lo hago, voy viendo los portales: La Casa Lilí, la varilla de don Pancho Peña, el billar "de abajo", el hotel de don Jesús Jaimes, la zapatería Olimpia. Afuera de ésta última, don Andrés Cornejo y don Ramiro Rauda atienden a los clientes que acuden a aliviarse del intenso calor: sus nieves son legendarias.

   Paso frente a la pérgola y otro fuerte aroma llama mi atención: el del inseparable habano de don Conrado Díaz, quien aquí 'arregla' los periódicos de México, antes de irse a repartir sus 'entregos' por todo el pueblo. Yo nunca me espero a que pase por la tienda de mi papá, y en cuanto lo veo llegar con sus paquetes, corro a la plaza. Me urge comprar el "Esto', para mantenerme al día de todo lo que hacen las Chivas.

   El olor del tabaco es sustituído por el de las palomitas de maiz que en la próxima entrada venden, en un puestecito de dulces dos señoras - madre e hija- de las que nunca supe el nombre. Aquí fue donde tuvo abrupto final mi primera vuelta a la plaza en bicicleta, luego de quitarle las dos rueditas extra en el 'rin' posterior. Al acercarme al puesto, de alguna manera supe que no alcanzaría a girar a tiempo; iba directo al puesto e instintivamente, cargué todo el peso de mi cuerpo hacia un lado y fui a dar al suelo, con bici y todo, a poca distancia de las señoras. Me levanté, adolorido, pero sintiéndome un héroe: ¡me había sacrificado para evitar una tragedia!

   La parte de la plaza por la que ahora camino, mientras observo el entorno: La Fama, la Mueblería Cárdenas, el salón de Irma García, la casa de don Luis Manuel y doña Carmela, la Farmacia Principal... don Nacho, doña Delfina... tiene para mí un recuerdo casi en cada una de sus bancas, en cada una de sus gastadas baldosas. Era ésta la zona  que más frecuentaba en tiempos ya lejanos.

   Aquí me encontraba a diario con los amigos que vivían en el pueblo y era a donde iban en cuanto volvían, en vacaciones aquellos cuyas familias se habían marchado a otras partes. La semana santa, las vacaciones de verano, la temporada de posadas eran períodos mágicos en que nuevamente saludábamos y nos poníamos al día con Arnoldo Arévalo, María y Gabriela Cruzaley, con los González-Ortiz,los Chaparroplata-Ortiz, quienes a veces llegaban con sus primos Ramírez: Chucho y Ricardo, buenos amigos aunque fueran americanistas. Aquí organizábamos 'cascaritas' en las que Ricardo nos deslumbraba con sus 'driblings' al estilo Carlos Reynoso.

   Completé una vuelta a la plaza y decidí sentarme a leer mi libro. A mis espaldas, el Benemerito vigilaba la fuente central, de donde me llegó un escándalo de risas y gritos de alegría. Me volví para ver a los secundaristas festejar ¿el fin de cursos? ¿el último examen? con un chapuzón. Sonriendo, me acomodé en mi banca; frente a mí estaba la zapatería de don Alfredo y recordé tantas tardes en que llegaba a platicar ahí con mis amigas, Lourdes Granados y Lili Arévalo (hermana de Arnoldo).

   Me dispuse ahora sí, a leer, pero un nuevo escándalo llamó mi atención, ésta vez desde la fronda de los enormes árboles que durante el día sombreaban la plaza y que a esta hora se convertían en el hábitat nocturno de la población ornítica, autora de mi última distracción. La luz natural a ésta hora ya no era muy adecuada para leer. Inclusive el título del libro apenas lo alcanzaba a ver parcialmente: "Montecristo".
Lo regresé a mi mochila, mientras decía para mis adentros que ya habría otra ocasión de ayudar a monsieur Dantés a usurpar el sudario del abate Faria.

   Hoy había comprendido algo: el mejor libro de mi vida no está entre las tapas de ningún montón de hojas ni en la memoria de ningún dispositivo. El mejor libro de mi vida está dentro de mí, en mi memoria.
  

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