No era capaz de asimilar la realidad que estaba presenciando, nunca antes había llevado ningún suspenso a casa, ni le había pegado cuatro voces a su madre ni siquiera se le habría pasado por la cabeza abusar de su hermano pequeño. Odiaba las drogas y en su vida podía llevarse una colilla a la boca; al igual que, tampoco soportaba el olor a alcohol sin ni siquiera consumir un mililitro de la bebida.
A pesar de estar atravesando uno de los peores tiempos (en cualquier ámbito de la vida pero, haciendo hincapié en la economía y sociología personal), tanto para él como para su familia y amigos, comenzó a salir todos los viernes por la noche, sin faltar uno, y volver a las tantas de la madrugada. Siempre con algún que otro cubata de más, e incluso vómito en el pasillo de su cada; yendo zigzagueando hasta llegar allí. Olía a tabaco, alcohol y tenía algún que otro arañazo en el brazo o en cualquier otra parte visible a simple vista del cuerpo, que delataba al lugar en el que había estado.
Ante la dificultad de abrir bien, y con cuidado, la puerta; un coche que rondaba por la calle a esas horas le cegó con las luces delanteras del vehículo y, como acto reflejo, se vio obligado a cubrirse los ojos con el antebrazo izquierdo en el que aún llevaba la bebida, insultando con apenas voz, entendimiento y razón a quien conducía en ese momento. Su madre abrió, temblando y con la cara centelleando y gimiendo por las lágrimas que se había secando con debilidad antes de ir hasta allí, para intentar ocultar su tristeza.
Podía apreciarse la imagen del fondo del salón, vacío y el foco de la lámpara alumbrando a una revista que yacía sobre la mesa abierta. Esta vez era distinto, no se escuchaba ningún ruido, las voces de la televisión estaban apagadas. Cero ruido, silencio absoluto.
Le saludó con la mano en señal de cansancio, a quien dio las buenas noches y se marchó a la cama sin arrepentimiento alguno. Marcos, un chico de 19 años; alto, delgado y tez morena. Jamás podía vivir sin preservar la paz social en el mundo, todo conflicto era un problema que exigía una solución. Introvertido y sociable, vulnerable e inocente; y frío. Incapaz de ver en tan malas condiciones a su madre, a quien le ha dado la vida y ha luchado por él día y noche desde su nacimientos hasta pocas horas antes de llegar a casa. A ese ser que debe ser esculpido por la mano y en tierra de Dios, a quien le ha dado todo sin esperar recibir nada a cambio. Cambió su modo de pensar y, en cuanto reflexionó sobre cómo había entrado se terminó de cambiar el pijama y entró en la cama. No quería volver en aquellas pésimas condiciones a casa o, en su lugar, intentar aparentar estar bien yéndose siempre a una hora razonable del local. A pesar de sus buenas intenciones, sólo eran palabras esfumadas con la botella de whisky y la cajetilla de tabaco que sujetaba en ambas manos siempre de fiesta. Intentaba huir de la realidad y por más que huía, más se chocaba contra el presente.
Su vida no estaba pasando por un buen momento, e intentaba huir por miedo a su soledad. A su padre le ofrecieron un trabajo en otra ciudad que le obligó a dejar a sus amigos y a su novia, con quien ya llevaba 3 meses saliendo juntos. No le hacía mucha gracia el tener que dejar toda su vida atrás para comenzar un nuevo camino. A pesar de ser sociable, no se le daban muy bien los comienzos en las nuevas amistades.
Todas las noches se acordaba de sus amigos, y de ella. Tenía dos fotos en su mesilla con tal de no olvidarlos tan fácilmente, aunque sus noches de "Skype" también impedían el olvido entre los sujetos. Sin embargo, las relaciones entre ellos se fueron distanciando con el paso del tiempo.
Un viernes noche, salió a beber un par de chupitos al bar de la vuelta de la esquina, y a dar un paseo por la ciudad; a pesar de tener los auriculares puestos y la vista posada en el suelo sin prestar atención a nada más que a sus pensamientos. En cuanto entró al bar, se sentó en uno de esos taburetes de plástico y pidió lo de siempre. Espero un rato antes de marcharse, contándole las penas al camarero sin que éste le prestase mucha atención a sus palabras mientras limpiaba con un paño de color blanco el fondo de un vaso de cristal. Nada más poner un pie en el suelo, se le posó una mano sobre su hombro y la tosca voz de alguien le susurró al oído la propuesta de una relación de amistad.
Titubeaba, nervioso, aturdido y sorprendido al mismo tiempo, seguidamente se giró para ver quién mostraba interés en él. Era fuerte, grande y algo groso; portaba una chaqueta de cuero negra y un conjunto totalmente monótono en cuanto a la diversidad de colores. Asintió con seguridad y se le cayeron las lágrimas de la emoción.
Su suerte cambió con el tiempo, empezó a contemplar el aire de la ciudad en la que vive de otra manera; y sólo de haber creado un grupo de amigos afiliados a un mismo pensamiento, ideología o afición. Su punto de encuentro era el sótano de la casa de uno de ellos, el cual apestaba a alcohol, tabaco y en donde jugaban al póker; repleto de humo. Toda amistad conllevaba un precio, la cual había que pagar en su momento.
Sin tener idea alguna de liderar un grupo, había creado inconscientemente una secta; la cual, con el paso del tiempo, se volvería en su contra. Empezaron a hacer negocio con completos desconocidos que paseaban inocentemente por la calle, y amenazados entre insultos y burlas se vieron obligados a perder grandes fortunas.
Nada más llegar a su casa, veía a su madre llorar desconsoladamente al ver las cicatrices de los cortes internos de su piel (rasguños, heridas...) y, cada noche, llegaba en peor estado al anterior. Aún así, y con la obligación de confesarlo, su madre no sabía nada de las deudas que tenía a deber.
Un día, despertó en la cama de un hospital. Apenas recordaba nada, y le dolía prácticamente todo el cuerpo. Al parecer, fue ingresado a mitad de la noche encontrado por un señor mayor el cual prestó su atención para intentar sanar aquellas heridas tan profundas llevándolo a aquel tétrico lugar; y nada más llegar llamaron urgentemente a su casa para avisar a sus tutores de su situación. Por el telefonillo, se podía apreciar el temblor y miedo que padecía su madre en cada palabra que pronunciaba, llorando.
Al día siguiente, amanecía de la mano de su madre; quien se la acariciaba en señal de paz y tranquilidad, de que todo iba a salir bien. Le preguntó qué había pasado para que acabase en aquellas paupérrimas condiciones, y su madre entre suspiros y sollozos se lo contó todo. Aún adormecido por el suero, era incapaz de escuchar con claridad las palabras de su madre; a pesar de ello, prestó muchísima atención al relato. Podía ver difuminado la imagen de aquella habitación con la figura de su madre en el centro de ella, entre algún que otro movimiento y unas cuántas duplicaciones. Supuso que era la consecuencia que le tocaba afrontar debido al sueño acumulado en aquellos últimos días, pensando en volverlos a ver al salir del hospital.
Tras escuchar varias veces la misma sentencia en la boca de su madre y, a su vez, percibir el miedo que sentía por su propia vida, negó en rotundo. No iba a renunciar a aquel sueño hecho realidad, no quería alejarse de aquellas personas ahora que los tenía más cerca y se hacían pasar por sus amigos. No quería distanciarse de ellos como lo hizo de sus otros amigos, de los cuales ya apenas sabe nada.
Aún así, siguió insistiendo: Ellos no son tus amigos. Tus amigos no son esos... Y, sin ser capaz de terminar la frase debido al profundo llanto que padecía en su interior junto al miedo que sentía y cualquiera que pasase por delante de ella pudiera percibir, señaló con el dedo en una sola dirección cuando una voz brusca y fuerte retumbó desde allí mismo, a donde apuntaba el dedo y trataba de escabullirse el llanto para dar riendas a la sonrisa de aquel momento.
tus amigos somos nosotros, ¿ya no te acuerdas?
Cinco personas ensombrecidas por el oscuro pasillo, y de desiguales tamaños sonriendo entre lágrimas al volver a ver a quien hace tiempo dejaron ir por asuntos familiares, y el mismo que vuelve a llorar por reconocer aquellas caras conocidas.
Por un momento, les hicieron olvidar aquel intenso dolor incrustado en el cuerpo; quienes volvieron a sonreír al verlo allí, aunque esta vez con alguna que otra cicatriz en el cuerpo, moratones y el ojo vago. Inconsciente de su estado físico, olvidó por unos instantes el vendaje e hizo intento de levantarse para ir corriendo hacia su encuentro y, fundar entre todos un cálido abrazo.
Todo arcoíris esconde una intensa tormenta.