Arte: Jeremy Mann
“Tenemos que apurarnos hacia el encuentro, porque en nuestro caso el futuro es un inevitable desencuentro.”
La tregua – Mario Benedetti
Cinco meses eran más que suficientes para crear una nueva vida. Para ser honestos, con menos de las veinticuatro horas que componen un día, también hubiera alcanzado.
Irene era una mujer normal. Entendamos por normal su tez color aceituna, sus ojos estrictamente marrones -salvo algún destello verdoso que chispeaba si se la encontraba un día soleado de verano frente al mar-. Ni muy baja ni muy alta, con un cuerpo suave y redondeado, maduro pero firme. Típico de una mujer de cincuenta y tantos años.
Al orden consecutivo de los días, le sucedía el orden puntilloso de las tareas y sus ínfimos detalles. Incluso, las interacciones con sus allegados, parecían estar pautadas de antemano. Pero un día de abril, doce para ser precisos, las cosas comenzaron a moverse dando lugar al caos de lo impredecible.
Todo comenzó con una solicitud de amistad en Facebook. Maldito Facebook.
Juan Pablo.
Leyó su nombre varias veces. Le dedicó una hora entera con sus respectivos minutos y segundos a repasar su fotografía. Había en la expresión de los ojos de Juanchi –así lo llamaban de adolescente- un gesto que a ella le resultaba vagamente familiar y a su vez lejano, como algo proveniente de otra vida. Consideró y reconsideró los pros y contras de sumarlo a la comunidad de amigos de esa jungla cibernética.
Se preguntó si él la recordaba de la misma manera que ella a él. Tal vez sólo tuviera presente la época en la que habían sido vecinos y ella no era más que una nena de diez años.
En un acto de coraje sacado vaya a saber de dónde y muy impropio de Irene, presionó la tecla Enter que aceptaba tal solicitud. Luego se abandonó a la rutina y voluntariamente barrió el asunto hacía la vereda.
Durante los siguientes diez días no ocurrió nada sumamente notable. Tal vez los cambios eran imperceptibles, como volver a escuchar algunas canciones, hojear libros olvidados, buscar en el maletín azul guardado en el desván una carpeta con recortes, cartas, fotografías y apuntes, todo con la excusa de hacer orden.
Los primeros intercambios en la red fueron como simples misivas protocolares: estado civil, cantidad de hijos, estado físico general, profesión, satisfacción general por la vida alcanzada hasta ese entonces. De los dos, a ella le pareció que tal vez él era el más beneficiado: socialmente un profesional reconocido, esposa ídem, vacaciones en el exterior, amplia casa de dos plantas con pileta en la ciudad y otra más de construcción tipo cajita de té en una villa balnearia de la costa Atlántica.
Ella en cambio vivía despojada de esos menesteres. Su vida estaba marcada por escasas posesiones, menos cuentas que pagar, amores sólidos y estables, y un trabajo placentero y sustentable.
Para el segundo mes los intercambios incluyeron detalles alegres de situaciones que tenían en común. Dejaron un poco de lado sus vidas terrenales y se centraron en menesteres tales como arte, literatura, lugares para viajar, retiros espirituales, ciencias alternativas y apuntes o escritos sobre la personalidad de cada uno. En medio de tanta información compartida, Juanchi tiró a mediados de mayo una pregunta como al pasar: ¿Ya es tarde?
Ella no recogió el guante. Dentro de su pactada comodidad y orden no estaba abierta la posibilidad de desbaratarlo todo.
El desajuste se hizo evidente en el terreno de los sueños. El inconsciente siempre dispuesto a meter la cuchara. Una noche mientras ella dormía, Juan Pablo llegó hasta su lado en la cama, la miró fijamente, la besó y la abrazó como sólo un hombre enamorado lo hace: no abrazó a la niña, ni a la hermana o compañera sino a la mujer. Hizo sentir su pecho contra los senos dormidos de ella, sus amplias manos estaban dedicadas a destrabar los nudos de su espalda, un susurro desordenó un mechón de pelo oscuro que caía sobre su cara. En síntesis la poseyó sin excusas ni permisos o miedos.
Esa mañana Irene se despertó renovada, desajustada, desaliñada y convulsionada. En su ducha matutina no pudo evitar amarse a sí misma tocando suavemente sus zonas íntimas, como si sus manos no fueran suyas y como si su vientre hoy abultado volviese a ser esa planicie que tenía su cuerpo a los quince.
Envalentonada por ese descubrimiento carnal, le escribió un extenso mail apasionado, derrochando recuerdos, fantasías y confesiones; dejando entrever la vaga ilusión de una segunda oportunidad.
Juanchi se hizo cargo del sueño y de su intromisión, así como también del contenido de la misiva. Apostó en la mesa todas las fichas que le quedaban, con la promesa implícita de que el paraíso estaba ahí nomas a la vuelta de cualquier esquina.
Los siguientes meses fueron agitados: nuevas rutinas pasionales y amorosas inundaban los nuevos miércoles y domingos. La idea de un probable encuentro, a pesar de la distancia, encendió más la llama. La magia de las comunicaciones hizo el resto.
Ella escucho su voz. El leyó sus delirios improvisados durante el horario laboral. Hasta le envío un trozo de piel con lunares encapsulado en un archivo jpg. De pronto Irene vio su vida dar un vuelco o un salto: no más miércoles iguales a domingos, ni viceversa. La vida al fin estaba en otra parte. Seguramente en otro territorio cuadrado con telas de algodón y cielorraso de estrellas. Con cuerpos desnudos, laxos, satisfechos y holgazanes despuntando el vicio del jazz y una buena lectura junto a una copa de vino luego de hacer el amor y antes de rehacerlo
La realidad por lo general no se deja estar mucho adormecida y viene a llamar inoportuna –o no- a la puerta, de la manera más insospechada. El caso es que los pseudo amantes tuvieron que dejarse de tantas sandeces e ir a atender asuntos más terrenales.
El último mes él le recriminó haber vaticinado el desastre en un escrito. Ella sólo se defendió diciendo que los imposibles no existen, pero que bastaba con que uno de los dos sí lo creyera para dictaminar la imposibilidad de la situación.
Hoy es miércoles o domingo de un septiembre cualquiera.
Irene se deja acariciar por el día, mientras la vida se ríe de las vanas ilusiones desenfrenadas de la mente humana. Esa misma mañana Juanchi había sido corto y conciso: la quería y deseaba como se quieren y desean a esas estrellas fugaces inalcanzables que nunca se sabe en qué lugar se apagan. Dulcemente le recomendó que no viviera más en pos de imposibles.
Ella sabiendo en secreto el lugar exacto donde mueren las estrellas fugaces, recogió el guante al fin y tendió una vez más las sábanas al sol.
Patricia Lohin