Cuando yo era chica todo se arreglaba con salame.
Salame milán. Cortado en una rodaja gruesa, y luego cortado en cubitos.
Cuando mi mamá comía salame era porque el universo funcionaba a la perfección y la tierra era un lugar feliz.
El plan b eran sanguchitos de miga, hechos en casa, también con salame milán y mayonesa exclusivamente comprada para esa ocasión.
Ese manjar, único que yo recuerde de mi infancia, tenía lugar luego de la función de cine los domingos.
Era una tranquilidad para mí saber que si el domingo íbamos al cine, y luego comíamos sanguchitos de miga con una Coca Cola -un gasto exuberante en la década de los 80- todo estaba bien. El paraíso terrenal existía, al menos una vez al mes. El resto de los días eran mezcla de soledad, desolación, enfermedad, negligencia y violencia.
Un día ese pequeño paraíso murió definitivamente, y se convirtió en un lugar con rastros de sangre, con olor a muerte, con miedo a dormir, con ruidos estremecedores que levantarían a más de un muerto.
A eso se le llama infancia accidentada. A eso sobreviví.
Pero aún hoy, conservo el tributo al salame milán. Cuando me quiero dar un gusto mayúsculo hago cortar un trozo, luego lo corto en cubitos y lo acompaño con una cerveza.
Hoy poseo un tributo más grande: el de ser una sobreviviente.
Patricia Lohin
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Imagen Sylwia Bukowicka