Cuando yo era chica no había bullying. Había humillación por parte de compañeros e incluso docentes. Lo mismo de hoy, con otro nombre.
Nunca entendí cuál era la dinámica por la cual dos o tres, cuatro o cinco, o tal vez más, dentro de un aula o un recreo se creían superiores a otros.
Convengamos que no recuerdo que mi madre me hubiese dicho que yo era bonita. ¿Y qué si no lo fuese? Con las rodillas apoyadas en los bancos de madera nos decían que éramos bellos para Dios y los padres: los padres de otros y un Dios de otra galaxia. Mi madre se esforzaba todo el tiempo en demostrar que yo no estaba a la altura, a la delgadez, a la inteligencia, a la aptitud. Supongo que otros niños sí sabían que eran lindos e inteligentes. Supongo que sus padres se lo decían todo el tiempo, todas las noches mientras los arrullaban en la cama, diciéndoles “campeón” o “princesa”.
Supongo que corrí con desventaja desde el primer día que entré con mi humanidad destrozada en primer grado, la cabeza gacha, arrastrando los pies. Supongo que estaba bien reírse de mí porque todos los días iba con el pelo atado en dos colitas, me costaba hacer la vertical, la vuelta carnero y me daba vergüenza leer en voz alta. Supongo que la terminé de embarrar cuando en sexto grado le dije a mi compañero de banco que me gustaba y dejó de dirigirme la palabra por años. Con este último hecho corroboré que en efecto no era bonita.
Con los años yo entendí todo, en medio de un vasto silencio. Entendí que tal vez estaba bien reírse de mí.
Patricia Lohin
Foto Richard Kalvar France, Halloween, Biarritz, 1988
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