El verano se veía blanco, casi como el invierno, pero con calor.
Las siestas eran obligadas y largas, algo así como el final de la vida, plagado de silencios y soledades, mirando el cielorraso, rezando para que el tiempo pasara más rápido.
¿Rápido para qué? Aún hoy me lo pregunto.
Ese verano vino Patricia a la casa de mi vecino. Mi vecino era zapatero y tenía un patio extremadamente largo, tal vez como el de mi casa. En éste había una higuera que era como una casa, cabían bajo su sombra una mesa y sillas, una pava, vasos, el mate, la vida.
Patricia venía de otro lugar más grande, tal vez Buenos Aires y tenía más o menos mi edad.
No recuerdo cuál fue el primer verano que vino, ni cuál el último, ni cuántos en total, o cómo nos conocimos, si fui buena con ella, o a qué jugábamos.
Si recuerdo una tarde-siesta en especial. Algo me demoró, o me retuvo, o a ella se le adelantaron los tiempos, y me encontré bajo el sol abrasador del verano patagónico gritando su nombre varias veces -que paradójicamente era el mío- de mi lado de la medianera, mientras las lágrimas caían por mi cara ante su ausencia.
Luego supe que se había vuelto a la ciudad y nunca más nos volvimos a ver.
Si hubiera sido yo me despedía de mí misma.
O tal vez no. También muchas veces me fui sin decir adiós.
Patricia Lohin
Foto: Alicja Brodowicz
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