Revista Literatura

Infancias robadas

Publicado el 18 noviembre 2012 por Gasolinero

—¡Mira que pajarito sin cola!

Y cuando el niño mira arriba, acariciándole bajo la barbilla, dice con el mismo histrionismo desacompasado de la frase anterior:

—¡Mamola, mamola, mamola!

Acaricia con esos dedos grandes de abuelo, con las uñas duras y facetadas como si fuesen diamantes. Entonces, ahora que recuerdo, las uñas eran una suerte de polígrafo: los puntitos blancos salían por las mentiras. Cada mancha una trola. Cada inmersión en el Ganges expía un pecado.

—Lo juro por dios.

—A ver las uñas.

La niñez debe ser algo necesario y sobre todo largo. O al menos que dure lo que tenga que durar, el tiempo indispensable para que las personas se formen y no hayan de arrastrar durante toda la vida inmadurez y carencias emocionales. A algunos nos hicieron adultos sin preguntárnoslo y así estamos.  Infancias robadas

La infancia se deja con un nudo en la garganta con la boca amarga y seca y con miedo, con mucho miedo. De golpe abandonas todo lo que te ata a ella: jugar en la eras, robar habas, ir a Ruidera en bicicleta, comer paloduz, buscar caracoles, hacer píldoras, cazar grillos, mear en las esquinas, llamar en las casas y salir corriendo… Para irte con catorce años y pocos meses a los albañiles, o a un taller de aprendiz (si le tienes que dar un guantazo al muchacho, se lo das, no tengas cargo), o a las viñas, o de camarero a servir cañas y fumar Moore. O a la gasolinera.

Tras el primer día de trabajo —en mi caso fue noche, la del uno de noviembre, larguísima—, después del bautismo de fuego, le tocaba al bautismo de vino. Siempre había un mozarro espabilado dispuesto a emborrachar al chiquillo como otros hicieron con él. Un niño azufrado, diciendo tonterías, haciendo  visajes  y cabaceando entretiene mucho y hace que la gente pase un rato divertido.

Media docena de vodkas con naranja me pagó un compañero recién licenciado en el bar del surtidor. Recuerdo una enorme presión en el pecho; la cabeza me pesaba tanto que no podía con ella, solo quería apoyarla en algún sitio. Me aconsejo que cogiese la bicicleta y me diera un paseo con ella para que se me fuese la chispa. Todo parecía un sueño, la luz era como la de la noche americana, oscuro pero proyectando sombras.

Cuando te roban la infancia, te roban todo lo que puedes haber sido.

Un domingo por la mañana franco de servicio, me acerqué con mi hija pequeña (apenas andaba) a la última gasolinera en la que trabajé. Los clientes que había y mis compañeros le hacían mamolas y gracietas. Un señor mayor, con boina, de los de antes, soltó:

—Hay que joderse, no tenéis nada más que caricias y gracias para los niños. A los viejos no nos quiere nadie.

Un cincuentón, curtido agricultor, le respondió:

—Lo mismo que nos querías a vuestros hijos, cuando con ocho o nueve años nos mandábais para quince días a arar, solos, con una yunta de mulas.


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