Había allí, básicamente, un paisaje asombroso, que de alguna manera tenía su encanto (aunque decadente, claro). La basura se extendía formando montañas aquí y allá, pero también construyendo extrañas torres y campanarios. Junto a otras extrañas formas extravagantes que, además, relucían de colores iridiscentes, matices interminables de óxidos diversos, brillos cristalinos, grutas misteriosas que no parecían fruto del tránsito azaroso y cotidiano del camión de residuos. Sí. El sitio tenía un extraño encanto, cualquiera hubiese pensado en el genio creador de una especie muy distinta de hombres.
Hubo pocos momentos en que los hombres vivieron cotidianamente el arte, en que su sociedad entera era una dimensión artística. En la prehistoria, cuando la creación era parte del cotidiano ejercicio de la supervivencia, cuando los hombres vivían en el interior de templos naturales en que las fogatas iluminaban un universo sacro donde estaban plasmadas gestas cotidianas y únicas. Un momento similar se vivió (a mi parecer) a fines del siglo XIX cuando la burguesía augente disfrutaba del arte hasta en los más elementales detalles de su vestimenta y utensilios. El Art Noveau se caracterizó por darle estatus artístico a la vida cotidiana. Y un arte de nivel, no rebajado por el proselitismo con que las sociedades suelen estilizar sus producciones. No se trataba en esos momentos impares de convencer a través del arte a nadie de nada, de ninguna moral ni orden social, No, el esfuerzo creador se concentraba en devolver a los hombres la extraña, sacra y oculta belleza que habita en los cortos instantes de su propia vida.