Revista Literatura

Infortunio en la oficina

Publicado el 20 febrero 2021 por Netomancia @netomancia

 El joven se acercó a su patrón, que hacía cuentas en su escritorio. Le había costado horas de insomnio y mucha valentía recorrer el pasillo hasta esa oficina. Se paró bajo el marco de la puerta, entre abierta y trató, sin suerte, de decir algo. No le salió la voz en el primer intento y el hombre ensimismado delante de facturas y otros papeles no registró su presencia.

Carraspeó con fuerza, aunque el sonido fue tenue, apagado, tembloroso. Entonces, el patrón levantó la vista. Lo interrogó con la mirada y sostuvo el cuerpo erguido, esperando una respuesta. Fue cuando el joven tomó coraje y dio un paso hacia el interior del recinto. Pero los nervios lo traicionaron, se pisó los cordones, trastabilló, trató de frenarse pero se chocó una silla, se enganchó una pierna con la pata de metal, intentó asirla en el aire pero sin querer le pegó un puñetazo y el respaldo se dirigió raudo y letal a la frente de su patrón.

Detuvo su accidentada carrera dándose el abdomen contra el escritorio. Su patrón había desaparecido. Solo quedan los papeles y un reguero de sangre que atravesaba de lado a lado el escritorio.

Dolorido, el joven rodeó el mueble. Su patrón estaba caído de espaldas, los ojos bien abiertos, los brazos en cruz y con un tremendo corte en la frente, que empezaba justo entre una ceja y la otra y subía con furia hasta el cuero cabelludo. La sangre seguía brotando, como un manantial infernal.

Se tomó la cabeza, miró hacia un lado y el otro. Amagó con salir corriendo, pero sabía que se toparía a la salida con la secretaria y le llamaría la atención la corta visita. ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver la situación? No tenía la menor idea. No podía revivir al hombre. Porque estaba muerto. No le quedaban dudas. Nadie sangra de esa manera y sigue vivo. Además, los ojos seguían abiertos, mirando el techo enmohecido. Aunque no miraban. Ya el cerebro no recibía ninguna señal de los órganos. Solo la sangre seguía en movimiento.

Tuvo ganas de vomitar. Se llevó las manos a la boca. Corrió hasta el macetón más cercano, donde crecía un palo de agua. Cerró los ojos y escuchó con asco cómo despedía el desayuno. Pensó que había terminado, pero otra bocanada lo asaltó por sorpresa cuando se ponía de pie. El "splash" contra el piso salpicó toda la pared. Mantuvo los párpados abajo, con una fuerza notable. Tanteando llegó al escritorio, y de la misma forma, buscó algo para limpiarse la boca. Agarró algunos de los papeles que revisaba su jefe antes del infortunio y se los pasó por la boca. Entonces recordó que tenían sangre y volvió a vomitar. Ya no le importaba saber dónde.

Abrió los ojos y salió corriendo hacia la puerta. Pero los cordones seguían desatados y volvió a pisarlos. Se fue de cabeza contra la pared. Golpeó de lleno contra el zócalo de madera, que tenía algunas astillas sobresaliendo. Sintió el dolor cuando le atravesaron la piel, pero fue solo un instante.

La secretaría se asomó a la oficina varios minutos después. Dicen que los gritos se escucharon en varios pisos del edificio. La escena fue demasiado para la mujer, que se desmayó tras agotar de aire los pulmones. La policía interrogó a todos los empleados. Uno de ellos, muy allegado al joven, juró y perjuró que el muchacho solo iba a pedir un aumento. Nadie le creyó. Los diarios titularon "Trágico desenlace tras pedido de aumento". En radio conjeturaron una pelea atroz, sin tregua. El patrón fue lamentado. El empleado, repudiado. Jamás pudieron determinar que pasó en ese lugar, pero la sentencia pública fue determinante. Desde entonces, en la empresa, cada empleado tiene un encuentro mensual con un psicólogo. Y ya no se permiten visitas a solas de un subordinado a su jefe.

Sin reproche de por medio, la empresa sigue entregándoles zapatos con cordones a sus trabajadores.


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