Ingres liberado: Retrato de Monieur Bertin. Fuente: wikimedia Commons
Confieso que nunca he sentido especial admiración por Ingres, lo cual es cuando menos una muestra de inconsciencia por mi parte. Nunca he entendido cómo un pintor tan dotado, técnicamente irreprochable y uno de los mejores dibujantes de la historia, daba en componer cuadros tan fríos, tan especialmente inconsistentes, deletéreos.
Quienes siguen este blog y leen mis reseñas de las exposiciones, saben que lo que cuento en ellas es básicamente la virtud del paseo y cómo la contemplación traspasa el muro. En este caso, (como siempre la exposición del Prado es impecable) se me iba el pensamiento a averiguar qué había detrás del ornato. Ingres es el depositario de la imagen más conocida de Napoleón como Emperador, una imagen alambicada (y pongo en cierta discusión la postura del brazo que sujeta el mundo) y casi cómica: el armiño es peligroso incluso después de muerto.
Ingres es alguien poseído por sus clichés. Así que la pesquisa estaba en entender por qué ese empeño, en un pintor capaz de expresar lo que hubiera querido, en endulzar sus imágenes. No hay carne, no hay tensión muscular en sus retratos, tal vez excepto en el que ilustra este post, el Retrato de Mr. Bertin, acaudalado burgués. En comparación con sus retratos de damas o nobles, (de piel bañada por una suavidad de ángeles) Bertin es avaro, despreciativo y diríamos que cruel. Ingres dispone la luz para que sus dedos parezcan garras: el cuadro resulta ser el anuncio de una explosión.
Comtesse d’Hausonville, de Ingres. Via Wikimedia commons
De modo que su ambición formal (no duda en exigir la total composición de la escena de sus retratos, no duda en violentar las proporciones) es una elección intelectual que busca una idealización, como ha señalado la crítica. Ingres odia el arrebato, la sublimidad, y así sus pinturas han pasado a representar, tal vez algo injustamente, lo caduco y académico. El brazo derecho imposible de la Condesa de Hausonville así lo atestigua. Se queda en la superficie tal vez para no indagar en los límites del mundo, para no saber lo que esconde la brillantez.
Es cierto que en el paseo, hastiado de tanta tez de alabastro, encuentro cuadros, como El sueño de Ossian, que me impresionan (también porque siempre me ha encantado la controversia sobre si los poemas de Ossian eran falsos). Es cierto que algunos de los dibujos expuestos son simplemente maravillosos. Incluso admiro esa renuncia a la terribilitá del pintor, que es a veces tan agradecida. Pero abandono este mundo barnizado, pulido, de Ingres con la sensación de que al arte, aunque sea una pizca, debería siempre alcanzar cierta suciedad.
Pero claro, qué sabe uno. Vayan a hacerse su propia opinión, será lo mejor. Si no les gusta, siempre pueden ir a ver la exposición del Divino Morales. Pero ese es otro post.
Ingres. Museo Nacional del Prado. Hasta el 27 de marzo