—Ignacio, ¿puede venir un segundo a mi despacho?
—Sí, claro. Ya voy.
….
—Verá. Es duro comunicarle esto.
—¿De qué se trata?
—En la empresa estamos descontentos con su trabajo.
—¿Descontentos? ¿Por qué? ¿Porque no sonrío?
—No. Su trabajo se ha vuelto ineficiente en los últimos años. Le produce usted a la empresa un coste inasumible.
—Venga ya.
—Ignacio, le estoy hablando completamente en serio.
—Si, ya, claro. ¿Y qué día es hoy?
—¿Cómo?
—¡Hoy es 28 de diciembre! ¡Día de los Inocentes!
—Es verdad, pero...
—Ya, ya. Que os he pillado, ¡cachondos!
—Ignacio, yo estaba hablando completamente en serio. No se lo tome usted a broma.
—Sí... ya, ya, claro, claro. Mire como me levanto de la silla. ¿La ve? ¡Pues ahora la voy a lanzar contra el cristal!
—¡No!
—Si usted fuera en serio me dejaría hacerlo. ¡Cazado!
—¡No se lo dejaríamos hacer!
—¿Y esto? ¿Mear sobre su escritorio? Fernández lo hizo.
—Claro. Antes de ser despedido.
—¿Y si lo hago de broma? Por el día de los Inocentes.
—Verá, Ignacio. A esto es a lo que nos referimos.
—¿A mear sobre el escritorio?
—¡No! A que usted nunca se toma nada en serio.
—Pero hombre, es que hoy...
—Hoy es miércoles, Ignacio. Nada más. Un día cualquiera.
—¿Y estoy despedido?
—Sí. Me temo que sí.
—Ja ja ja.
—No se ría.
—¿Por qué?
—Nadie suele reírse.
—Verá (y le estoy siguiendo el juego), si me despide hoy, no cobraré la extra.
—Sí la cobrará. De eso no se preocupe.
—Es usted un pillo.
—¿Qué?
—Vale, le sigo el juego.
—No tiene usted que seguirme el juego.
—De acuerdo, entonces, ¿qué quiere que haga?
—Que salga. Llévese sus cosas. Y no vuelva mañana.
—Muy bien, señor (nadie puede ver que le estoy guiñando el ojo).
—No me guiñe el ojo. Váyase, no vuelva mañana.
—¡Chavales, escuchadme, me han dado fiesta mañana! ¡Imbéciles!