No es el mejor momento para duelar. Digo… yo hablando de amor, y la gente ahí afuera, con las tripas haciendo ruido, y las esperanzas brillando al sol como vidrios rotos.
La ciudad es un murmullo. Pían los gorriones caminando por mi vereda, despreocupados por la poca cantidad de transeúntes y parroquianos, como se les llamaba antes.
Antes, cuando entrábamos en esos lugares que parecían un cobijo y en un acto de fe suprema, mojabamos nuestra frente con agua de la canilla y pedíamos, pedíamos, pedíamos…Los otros pedían, yo nunca supe pedir.
Me niego a pedir, me niego a insistir, me niego a forzar. Que el milagro le caiga a otro. Que sea lo que la vida tiene para mí. Que sea el vacío, el vaso desbordando, la naturaleza furiosa, el pasado licuado, que sean los sueños, que me lleve el mar y me inunde la boca con sal mientras me arrulla la ola.
Tengo el corazón abierto, iluminado, apasionado, con una mezcla de ráfagas rojas y azules que salen desde dentro en todas las direcciones, con agua dulce y agua salada. Doy, recibo, doy, acepto; aceptación es la palabra.
Escribo como si se me fuera la vida en ello. Voy acumulando estas dicotomías, unas detrás de las otras. Qué mal momento para duelar, para la reclusión, para el silencio, para no tener hambre, para no tener ganas de ir a buscar ganas, ahora que el invierno acaba de irse y ya no duermo vestida.
Mientras tipeo, un señor toma el sol en la vereda de enfrente y mira hacia arriba. Mira la pluma con la que trabajan en un edificio próximo.
¿Quién de los dos estará dejando pasar más la vida? ¿El con su corazón tibio frente al sol de octubre, o yo con los dedos fríos y temblando frente al teclado de mi computadora?
¿Quiénes son los más pobres? ¿A los que les suenan las tripas de hambre existencial o a quienes el corazón les hace ruido?
Mi corazón grita. Mientras, yo hago silencio.
Patricia Lohin