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Insolitudes / ¡a mí no me nombres!

Publicado el 13 mayo 2010 por El Cuentador

Es claro que un nombre puede ser determinante en la vida de alguien. A principios de este mes estuve trabajando en España y allá recordé que hace unos años conversé con dos personas de ese país, cuyos nombres me sorprendieron: una señora llamada Paquita –no era sobrenombre; así se llamaba la doña–, lo cual me pareció simpatiquísimo, y un señor que resultó muy amable, a pesar de llamarse Primitivo.
He oído decir que en algunas culturas el nombre de alguien puede cambiar en la medida en que hace cosas que merezcan tal modificación. En la hermosa película “Danza con Lobos”, una chica de una tribu de indios recibió el nombre de Parada con Puño a partir del día en que golpeó a otra chica que la mortificaba constantemente y la derribó, mientras ella permanecía erguida con su puño cerrado y amenazante. Parece que la rival la dejó tranquila desde entonces.
Casos así colocados aparte, nuestro nombre es generalmente uno del cual no tenemos responsabilidad. Alguien lo decide por nosotros y una vez registrado deviene legal; es decir, nos llamamos así, gústenos o no, porque lo indica algún papel con carácter oficial al cual le estamparon un sello y después guardaron en algún lado. Quienes deseen modificarlo, deben –aparte tal vez de los cambios ocasionados por el lazo conyugal– superar un desafío administrativo largo y engorroso. Pero hay nombres cuyo cambio bien merece la travesía burocrática.
El tema de nombres extraños es recurrente y suficientemente divertido como para que casi todos lo hayamos abordado alguna vez. De niño me sorprendió enterarme de la existencia del apellido Tamburro y pasé días pensando en las bromas que los primeros días de escuela podría recibir su portador. Los apellidos son lo que son y algunas combinaciones más bien fortuitas producen resultados curiosos, como: Pérez Oso, Ponte Alegre, Toro Bravo, Pinto Flores, Rubio Moreno, Calavera Calva o Hermoso Conejo. Pero otras composiciones parecen más reprochables, porque si bien el conjunto de apellidos viene predeterminado y no hay mucho que hacer al respecto, hay por el contrario mucha alternativas con el nombre, así como padres que pudieron ser más cuidadosos a fin de evitar resultados como: Elba Lazo, Miren Amiano, Segundo Toro de la Tarde, o Rosa Espinoza. Advierto que estos son todos casos auténticos y no inventos de mi tendencia a divertirme con palabras.
En tanto el nombre es un elemento clave de la identidad de alguien, cabe preguntarse por qué hay algunos como: Mamelta, Usnavy, Ursicino, Onedollar, Burbuja o Próculo; tanto interesa el asunto que hasta un “Encuentro Internacional de Nombres Raros” ya se realizado. Una historia que conocí recientemente pudiera dar una explicación parcial: en un pueblo español los apellidos eran pocos y repetidos y los nombres tampoco variaban mucho, de manera que las confusiones eran más y más crecientes; entonces alguien –en algunas versiones, un cura; en otras el encargado del registro civil– con el objetivo de impedir enredos adicionales, comenzó a promover el uso de nombres provenientes del martirologio romano. Si se cruza usted con algún Marolas, Anfiloquio, Teoprepio o Hierónides, a lo mejor proviene de ese pueblo.
En Venezuela hubo un caso muy sonado: en 1971, en una de las mayores sorpresas de la historia del hipismo, el caballo venezolano “Cañonero II” ganó las dos primeras carreras de la Triple Corona Hípica de Estados Unidos. Pues bien, un compatriota emocionado por la hazaña quiso que su hijo recién nacido se llamara… ¡igual que el caballo!, lo que por suerte fue impedido por el funcionario del registro. Por legítima que sea la razón de alguien para ponerle un nombre a su vástago, creo que debe pensar que es éste quien lo portará. Hay un nombre (si no me creen que existe, hagan una búsqueda en Internet) que yo estaría incluso a favor de prohibir: Damérculo.
En otras ocasiones un nombre común se convierte, por circunstancias inesperadas, en centro de atención. El mío es Hugo Rafael y a veces he sido objeto de chanzas porque me llamo igual que el actual presidente de mi país. Supongo que si algún día considerara la posibilidad de lanzarme a un cargo público, tendría de entrada y sólo a causa de mi nombre, ya algunos partidarios y detractores.
 
Un amigo muy querido, socio de una empresa bautizada Merlín, porta el apellido Chasán, que es homófono del nombre de un genio mágico protagonista de una popular serie de dibujos animados de televisión de los 70's en Venezuela. Mi amigo asistió una vez a una presentación del famoso ilusionista David Cooperfield y tuvo la mala suerte de extraviar su teléfono celular, propiedad de su empresa. Cuando llamó para reportar el caso, dijo más o menos lo siguiente: “Mi apellido es Chasán y perdí mi teléfono registrado a nombre de la empresa Merlín, en el show de David Cooperfield”. El agente que lo atendió no pudo dejar de decirle: “¡Bueno, entonces habrá que hablar con Mandrake para que lo encuentre!”.
 
Pero en asuntos de magos, creo que mi amigo hallará consuelo en el caso de un nombre normal que por circunstancias totalmente fuera del control de su portador se ha convertido en una suerte de maldición; es el de un inglés de 20 años que se llama… ¡Harry Potter!, tal cual el hechicero de la archifamosa saga creada por J. K. Rowling. Resulta que nadie piensa que ello es verdad y el desdichado debe presentar sus documentos a cada rato para aclarar el asunto; en una compañía de transporte público rechazaron darle un abono pues no creyeron que se llamara así y en otra ocasión, durante un  partido de un equipo deportivo aficionado en el cual jugaba, recibió una amonestación por parte de un árbitro, cuando este le preguntó su nombre y ante la respuesta, pensó que el joven se burlaba de él. Entre otras pequeñas pero frecuentes desgracias, no puede abrir una cuenta en Facebook y cuando conoció a la chica que es hoy su novia, tuvo que mostrarle su pasaporte para demostrarle que se llamaba como afirmaba que se llamaba. Dicen que el nombre propio es uno de los sortilegios más poderosos que existen; para este muchacho, el sortilegio se ha vuelto pernicioso.
 
Ji, ji. ¡Otra vaina más!
 

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