“El que se pica es porque ají come”.Dicho popular.
En la casa de mi abuela materna había una botella de picante con la que el valiente que así lo quisiera, podía agregar un toque de sabor a las comidas. Contenía un brebaje a base de una variedad de ají conocida en Venezuela como “Chirel”, que según los conocedores es bastante fuerte; mi tío Daniel calificaba al preparado como: “El terrorífico”.
Aún así, me resulta extraño que el ardor que produce el picante al contacto con las mucosas, puedan algunos calificarlo de “sabroso”. El responsable de que arrojemos fuego por la boca después de haber probado un ají (o “chile”, como también se le conoce), es un aceite alcaloide que se llama Capsaicina; hay fanáticos de esa sensación que están dispuestos a ensayar ciertos alimentos que hasta un dragón preferiría evadir. El que la gente siga comiendo picante, a pesar de labios ardidos, dolor, ojos aguados o sudor, se debe a que su ingesta también genera la producción de endorfinas que hacen más agradable el tormento.
Me imagino que Wilbur Scoville fue uno de esos fanáticos del ají, ya que en 1912 inventó una prueba para medir el grado de picor o “purgencia”, que viene dado por el nivel de concentración de Capsaicina, y que generó lo que se conoce como la “Escala de Scoville”. Un pimiento o pimentón dulce, que se usa comúnmente en muchos guisos y que no pica –no según estándares mexicanos, sino que en verdad no pica–, aún verde, tiene nivel 0 en la escala. Si el pimentón ya está rojo, probablemente tenga algo así como 100 en la escala. La popular salsa Tabasco tiene entre 2.500 y 5.000, mientras que un buen (?) jalapeño puede llegar hasta 8.000. La escala permite mediar en lo posible, entre quienes aseguran que una variedad de ají es más fuerte que otra.
Los apasionados de la Capsaicina están por todo el mundo; la comida asiática es prueba irrefutable. Hace unos años en un restaurante de Londres, un cocinero tailandés preparaba un plato típico de su país y por alguna razón los vapores llegaron a la calle; esto provocó tal reacción entre los transeúntes, que activó un alerta contra un ataque terrorista y que obligó a la policía a cerrar la zona, hasta que se dieron cuenta de que el asunto se trataba de una peripecia culinaria, aunque pensándolo bien, no podríamos decir que era del todo inocua.
La súper irritante granada es considerada por los organismos de defensa indios como un arma no tóxica –sí, así dicen ellos–, que permitirá la inmovilización de enemigos sin causar daños a largo plazo –claro, porque si a mí me dieran un ají de esos, me moriría ahí mismo– y además a través de un método –esta es la mejor parte– ¡menos violento! Apártense los desarrolladores de tecnologías híper sofisticadas de represión y contra-terrorismo, que ahí viene un ajicito que les va a quitar a todos el puesto.
Qué iba a imaginarse mi tío Daniel que un pariente indio de nuestro terrorífico ají chirel, sería utilizado precisamente para sembrar terror… ¡entre los terroristas!
Ji, ji, ji. ¡Otra vaina más!
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