Por aquellos días (acababa de cumplir 12 años y seguía meándome en la cama) sucedió un hecho horrible, y también portentoso, del que daré cuenta ahora por primera vez. Lo creáis o no (y sería preferible que no, aunque quizá recordéis la historia, pues salió en todas partes), un lunes, al volver del colegio, tomé la decisión de suicidarme, para lo que me acerqué a un puente por debajo del cual pasaba una autopista que caía cerca de casa. Tal vez no me distingáis bien porque los días de invierno son cortos y había comenzado a oscurecer. Pero esforzad la vista, miradme cómo observo hipnotizado a los automóviles en su ir y venir, ¡zum, zum, zum!, soy ese pobre crío que va a saltar ahora mismo por el puente calculando que morirá al instante, como los insectos al golpearse contra el parabrisas. Mi padre, en verano, al llegar a la playa, observaba con fascinación la delantera del Citroën para comprobar la cantidad de bichos que se habían estrellado contra la carrocería y que parecían letras rotas. ¿También yo parecería una letra rota?, ¿quizá una mayúscula? Me gustaba la idea de que mi padre me observara con el extraño hechizo, tal vez con el dolor, con el que contemplaba a los insectos.
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