Atardece y yo amanezco luego del amor y una siesta. La habitación luce anaranjada y sobre mi lado de la cama las sábanas tibias reclaman tu ausencia provisoria.
Remoloneo mientras me detengo a contar los mil y un frascos y adornos que hay por doquier. Trofeos de viajes. Pienso en una revolución que haga espacio visual, luego me río y dejo todo como está. Más de lo tuyo, más de lo mismo. La esencia en cada rincón. ¿Por qué abolir el desorden?
Me levanto y descalza me voy envolviendo en una manta. Paso por el espejo del pasillo e intento acomodar mis rulos. Más alboroto al caos existente. Dejo la cocina detrás de mí y voy hacia la estancia que hay al fondo de la casa. El silencio de la tarde me envuelve, me emociona y estremece. Siento correr el agua en algún lugar del patio. El resto es el silencio que lo llena todo.
Abro la puerta suavemente, me acomodo en un rincón del piso, haciendo el mínimo de ruido y ocupando la menor cantidad de espacio. Me convierto en una espectadora anónima, sin relevancia, sin haber pagado entrada o peaje. Soy una intrusa espiando el espacio sagrado de un artista. Me mimetizo con el lugar como un camaleón que admira a su presa.
El atardecer viene viajando desde el oeste y se cuela por un tragaluz. Apenas si es una luz tibia que forma sombras y transfigura las siluetas, los colores, los bordes. Me acurruco más en mi rincón, mientras te veo levantar una ceja casi imperceptiblemente, mientras mirás tu obra en proceso. Sonrío.
Quisiera capturar el momento en una instantánea Polaroid, o tal vez transformarla en una captura en blanco y negro. En vez de eso tu mirada me encuentra y atrapa el momento antes que yo.
Patricia Lohin
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