Esa sedosa pañoleta de ir a misa, el sobrio vestido negro, el Cristo colgando en el pecho, el reloj en su muñeca, punteando las suspendidas doce, y los refulgentes zapatos de tacón… le surten la prestancia que ameritan los tiempos.
Apoltronado en el deshilachado sofá, naufrago con la vista en el techo en el que un verdoso moho trabaja sin cesar. Tomo la humeante taza de tilo puesta en la mesita a mi derecha, le doy un sorbo y mientras relamo los bordes… la miro inmóvil, pero cautivada frente a mí. ¡De repente!, ondas vienen y van. No puedo renunciar a sentir ese coraje en la memoria, en la que facturo los largos momentos que me prohibiste vivir.
Desde el propio inicio de mi escuela, ¡se gestaba!, ladrillo a ladrillo y sin yo comprenderlo, una prisión eterna. Antes de eso era feliz con mis compañeros de grado, hasta que unos meses después de mi contento diario, resolviste retirarme del colegio y proporcionarme tú misma mis convenientes clases particulares, y me excluiste del mundo y de la realidad. Comencé a alimentarme de la ficción. Yo existía en un entorno fantasmal: sin amigos, ¡ni rostros!, sin vecinos, ¡ni saludos!, sin otro descendiente, ¡ni otra familia!, que no fueses tú.
Una noche, entre los resplandores de una tormenta, desvelado, me levanté de la cama y observé que al terminar de sonar los campanillazos, apresurada, le dabas vuelta a las manecillas del anticuado y gigantesco reloj ubicado en un rincón de la sala… No le presté demasiada atención y, en un medroso sigilo, me fui a dormir. Transcurrieron unos días y me volcó la intriga de aquella escena.
Semanas después, abrigado en la curiosidad, volví a la misma hora a vigilarte y, luego del repiqueteo de las doce campanadas, en un ritual repetías la puntual maniobra frente al reloj y así regresaba cada medianoche a espiarte.
Aquella noche, luego de que abandonaste la sala, vencí el miedo de ser sorprendido y me aproximé al tic tac para constatar, como siempre, que habías retrocedido las agujas. Entonces, como un juego infantil, las adelanté una vez más a su hora original y así lo estuve haciendo por días… para notar muy extrañado que de tu cabeza florecían canas. A las semanas me sorprendí de que mis botines no me calzaran. A los meses tu lozano rostro reflejaba cansancio entre pronunciadas arrugas que no conocía… y lánguidamente te fuiste durmiendo.
¡Ton! Ignoraba el secreto de tu promesa ¡Ton! Bueno, amada madre ¡Ton! Me acabaré mi bebida ¡Ton! y al terminar de sonar ¡Ton! los doce campaneos ¡Ton! iré a retrasar el reloj ¡Ton! y te pondré tu dosis de… ¡Ton, ton, ton…!
Finalista en la convocatoria de Narrativa BreveCruz Diablo Número Especial 2021