Intenté llevarle la contraria. Realmente lo intenté.
Pero no salió.
Borré mi e-mail, mis fotos, mis contactos, mi nombre. Todo. No hubo caso.
Me rebelé ante la moda. No quise seguir la corriente. Lo hacen millones. Uno menos no haría ninguna diferencia. Pero la presión familiar y de amigos fue demasiado. Aislarme de eso significaría aislarme del resto del mundo.
Ya no llamas por teléfono o sales de visita. Haces un click y te enteras que tu primo que vive a doscientos kilómetros está haciendo sus asuntos en el baño o comienzan a aparecer familiares desconocidos o tus travesuras quedan puestas al aire después que un amigo tuyo colgó la foto de la nochecita en que te tomaste más vodka de la que debías.
Y si estás aburrido lo único que tienes que hacer es rescatar chanchos escapistas de la granja de tu vecino, secuestrar a tu suegra y venderla a la mafia o perseguir a tu hermana con un dinosaurio.
Y lo más tétrico de todo esto es que es adictivo.
En los próximos años no hará falta que pierdas tu tiempo organizando tu casamiento. Nomás te consigues un novio de allá por Francia, que son muy románticos, y sin tener que salir de tu casa fundas una iglesia virtual. O si un pariente muere simplemente tienes que velarlo poniendo una cámara. Te librarás de las visitas a la casa de tu suegra y podrás hacer que te teletransporten comida china desde China.
Lo único positivo que saco de esto es que no necesitaré ir al dentista. Simplemente abriré mi boca frente a mi webcam y a través de un dispositivo láser a distancia de última tecnología, mi dentista hará su trabajo.
Pero ya estoy condenada.
Intenté escapar del Facebook.
No pudo ser. Ya tengo cuenta nueva.
Voy a entrar a fijarme que dice mi galleta de la suerte...