Allí dentro olía a rayos. Una cucarachita roja correteaba sobre la colcha. Me ofreció té preparado con agua marronuzca. Le dije "No me gusta el té, gracias", pensando: "No me gusta el agua sucia, gilipollas".
La mesa era una tabla de planchar que habitualmente ejercía de armarito de entrada. De vez en cuando a mi lado pasaba una gran mosca procedente de lo que él, optimista patológico, llamaba cocina.
Efectivamente, una experiencia, pero de las malas.
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