La plaza estaba especialmente bonita. No la había visto ningún invierno antes, era su primero en la ciudad. Desde un banco se puso a escribir, entre dos árboles cuyas ramas caían sobre la estatua de la fuente como intentando alcanzarla, y los cuerpos en piedra parecían mirar sus hojas. La plaza estaba realmente preciosa. El verde de los pinos, la piedra amarillenta de la fuente, el marrón oscuro de la madera de los bancos, salpicada la paleta de invierno por las flores fucsias y anaranjadas. Los edificios alrededor y las tiendas de antigüedades abrazaban la plaza como protegiéndola de la ciudad. Hasta los paseantes iban a conjunto con sus colores. Todo en aquel lugar tranquilizaba los corazones, ralentizaba el aliento e invitaba a sonreír.Desde el banco se puso a escribir, con los cascos puestos, como siempre. Entre canción y canción escuchaba las risas de los niños que parloteaban en unos columpios más allá. Era agradable, pensó. Se divertía así, preguntándose si la gente que pasaba se fijaría en ella. Preguntándose si entre todos ellos habría alguien que se acercara a ella con curiosidad, y se inclinara sobre la libreta azul entre sus manos para ver lo que estaba escrito. Se preguntaba si entre los paseantes de la plaza habría alguno, uno solo que la acompañase, que se sentara junto a ella y mirara a su alrededor, y que sus ojos salpicaran amor por la luz y en su sonrisa se pudiera leer la belleza de todas las cosas. Que olvidara el tiempo y el mundo igual que lo había olvidado ella. Que no saliera nada de su boca. Sólo que la mirase a los ojos, la cogiese de las manos y las pusiera entre las suyas. Y que al notar el frío de sus dedos no marchase, si no que las apretara más fuerte. Que no le importara el viento helado y notara temblar sus brazos y rodillas. Se preguntaba si alguien se sentaría con ella a pesar del frío. Si alguien se quedaría con ella hasta que el sol durmiera.