Cuando conocí al primero, todavía no era consciente de que lo más obsesivo estaba aún por venir. Entró en mí de manera inconsciente. Le quise. Y omití todo tipo de jugarreta sucia. Los dos nos impregnábamos de eso que llaman ignorancia consentida y pasábamos de nosotros buscando emociones mayores. Realmente el éxito estaba justo delante, es esa cama, pero... ¿quién se iba a dar cuenta cuando lo único que realmente importaba era el baño en saliva ajena? Aún así, nuestra autodestrucción llegó cuando nos dimos cuenta de que no podíamos vivir sin el otro, y sin los otros.
Entonces apareció un torbellino que movió cielo, mar y tierra. Hizo temblar mi cuerpo, mi casa y me enseñó a pasear borracho en línea recta camino de más y más bares abiertos. Su ventaja era que, símplemente, no le esperaba. Apareció sin más. Y sin más me hizo olvidar al primero. Tras noches de sumisión y dominación en las que no faltaba algo de violencia, me enganchó. Otra droga más. Otro misterio sin resolver, cuando las marcas escondidas de su piel revelaban un mensaje secreto que sigue sin querer desvelarme. Me enamoré rápidamente de su pelo rubio, su descaro y poca vergüenza. Y de sus manos firmes al corgerme en el aire, aunque su pequeño cuerpo pareciese estar a punto de quebrar. Al final, quién acabó rota, no fue su espalda.
ÉL llegó sigiloso. Casi mudo. Invocó al diablo y aparecí yo. Desnuda, un día cualquiera en su cama. Él estaba enfermo. Yo le curé sin esfuerzo. Y los dos crecimos tontamente en los pálpitos del otro. Si trato de ser sincera, yo caí por sus agachados, oscuros, escondidos y tímidos pero lascivos ojos, que se tendieron en el suelo nada más notar un contacto directo con los míos. En ese momento me di cuenta de que estaba sentenciada de por vida, de que el diablo había caído en la trampa de un malévolo superior. Se había acabado mi seguridad: él sabía que yo no era más que una nínfula disfrazada de Mardou. Él sabía dónde tocar, y tanto, para que doliese más pero se notase menos en el momento. El maestro de las drogas de placer y de gemidos sin final. El que siempre, siempre será Humbert.
Su gran talento es la mentira. Pero nunca de palabra. Juega con una mirada realmente consciente pero infinitamente irreal. Dice que cuenta que comenta que habla. Pero en realidad, él, hechiza. Primero te hace entrar en un juego en el que todas valemos. Luego se decanta por algún rasgo. Oh. Yo caí por una gran estupidez: mi juventud y mi precoz descaro.
A partir de ahí, todo sigue su rumbo. Él te domina. Tú articulas alguna que otra palabra dejando siempre espacio para más, y más, y más de su sexo. Y joder, siempre le dejo espacio. Por qué no, si me encanta ser hechizada. Si no puedo vivir sin sus órdenes y sus labios gesticulando una y otra sentencia que hace que yo sea alguien diferente. Alguien...mucho más yo, cuando la oscuridad protagoniza mi mente.
Es un dolor tan deseado como el que me deja casi inconsciente cuando me muerdo los labios y, aún sintiendo la sangre bajando por la barbilla, mis dientes siguen apuñalando las carnosas aberturas del placer.
Y es que el truco de todo esto, es que Él es mi oscuridad. Cuando te topas de frente con ella, no valen artimañas. Sólo puedes rendirte y abrir la boca... a cuanto desee. Di de bruces contra mi propia sombra, mis peores temores y mis impensables deseos. Todo a la vez. Porque eso es lo que él es. Y me tiene toda para sí. Él siempre juega con ventaja. Sabe que no podré ser Lo ni Lulú con otro. No. Nunca. No quiero. No puedo.
Humbert me arrebató a los demás al ser un misterio infinito. Y lo peor de todo es que me alegro por ello.