Juanito López Rebollo, socio del casino, un día que estaba a gusto a fuerza de palomitas de anís “La Tomellosera” —y encima le habían ahorcado el cinco doble—, comenzó a hablar de practicantes.
Los miembros de la mesa, lo miraban con la boca abierta y los ojos espantados por la sorpresa. Todos suponían que, tarde o temprano, aquella criatura enseñaría quien era. Para ellos, Juanito —independientemente de que fuese un desmañado para el juego del dominó— era lo más que se podía ser.
Juanito anduvo en la marina mercante, algo que para la gente vieja y de tierra firme era admirable. Fue de puerto en puerto y de barco en barco, como en aquella copla amanerada, desgarrada y canalla. En el brazo solo llevaba la vacuna de la viruela, pero no obstante, a los ojos de sus compañeros de sobremesa era todo un vividor. Siempre les contaba que lo echaron de Malta, diciéndole que si no salía de la Valeta en el primer barco que zarpase lo iban a meter en la cárcel.
El padre de Juanito era un bodeguero de medio pelo que elaboró durante años (no muchos) coñac y, además, llevaba bombín. En nuestra tierra, debido a la filoxera que asoló las viñas en Francia, florecieron las destilerías y bodegas. Sobre todo las de coñac, que posteriormente se llamaron de brandy. Y vinieron sonoras palabras antes desconocidas en La Mancha, bocoy, fudre…
Como en la parábola del Hijo Pródigo pidió la parte de hacienda que le correspondía (no mucha, la verdad) y anduvo cinco años recorriendo mundo. A los tres meses había fundido su alícuota parte de “Aguardientes y Mistelas López”. Le pilló en Marsella y se embarcó en el Clair de Lune, sucio, oxidado, siempre resoplando y con eterno olor a café en la cabina. Un carguero de hierro construido en Southampton en 1905 que se dedicaba a llevar lo que fuese por el Mediterráneo; de apenas treinta metros de eslora. El capitán era de Ragusa, no la de Sicilia, sino Dubrovnik en Dalmacia, la perla del Adriático. Había dos marineros argelinos y uno chipriota. El patrón que era marsellés y de la camorra, compró el Dawn en una subasta amañada de chatarra. Con una mano de pintura y el cambio del día por la noche en el nombre, buque nuevo.
En la Valeta le mentó la madre a un gerifalte británico, cocido de Pernod —los anisados con agua han sido siempre la perdición de Juanito—. Lo echaron de la isla cogido por el fondillo de los pantalones, como hacen los chulos con los señoritos borrachos en las casas de alterne, so pena de trena. Como el Clair no podía partir pues no llegaría su carga hasta pasada una semana, Juanito embarcó en un barco tunecino que tenía una baja. Un maliense que murió de purgaciones y arrojaron por la borda. A los cinco años, regresó a Tomelloso, sin hoja, pidiéndole a su padre ser el último de sus peones. El padre mató un cordero, guiso una caldereta y lo apuntó al casino de los señoritos.
Por eso, cuando se arrancó con los practicantes y encima del pueblo, dejó a todos con la boca abierta:
En la calle de Cide Hamete Benengeli, enfrente de unas portadas que hacían rincón, vivía un practicante viejo y alto, con gafas. Tenía la consulta en su casa. En la puerta había una placa oxidada, con ese color verde del cobre de los tejados de Amberes. El hijo también fue practicante, bueno ATS. El nieto también siguió con el oficio familiar. Se llamaba como el segundo emperador romano, el que sucedió a Rómulo, aquel que organizo los oficios por clases: flautistas, orífices, carpinteros, tintoreros, zapateros, curtidores, broncistas y alfareros.
Cuando llamabas te abría una mujer, también alta, con gafas de pasta cogidas por una cadenita y el pelo recogido como una preceptora inglesa. Te hacía pasar a la consulta atravesando una puerta con cristales esmerilados. Estaba alicatada con azulejos blancos y cada tanto había vitrinas con botellas y objetos metálicos, inoxidables y broncíneos otros. Al rato llegaba el practicante, con unas gafas de esas de ver de cerca, de medio cristal. Siempre llevaba traje, de tres piezas, con gemelos; nunca se ponía la bata. Leía el frasco. Echaba alcohol en una gaveta dorada, lo prendía y desinfectaba la jeringa y la aguja hipodérmica. Montaba la cosa, movía el botellín del específico y lo trasvasaba al depósito de la jeringuilla…
—Juanito, no me jodas, déjate de inyecciones y cuéntanos lo de aquella napolitana que tú sabes. —le dijo don Alberto, el maestro de albañil.