Hay algo mágico en el verano. No importa si te toca trabajar o si tienes vacaciones, pero todo parece diferente: si acaso un halo dorado que inunda las calles, un olor a brisa marina -estés donde estés- y a crema protectora de coco y zanahoria. El brillo alegre en la mirada de los niños. Las horas de sol infinitas. El murmullo hipnótico de las cigarras y los grillos. Los atardeceres junto al mar.
Cuando llega junio siempre me sucede lo mismo: me invade esa sensación de nostalgia melancólica y no puedo evitar encontrarme con pedacitos de mi pasado por los rincones que frecuento. Me veo a mí misma, de niña, jugando en la piscina con los mofletes colorados y el flequillo goteando sobre mi nariz. O haciendo cola, emocionada, en el carrito de los helados de la playa con mis amigos. O tumbada sobre el césped de mi urbanización. Casi puedo oler aún la hierba recién cortada y escuchar el canto de las gaviotas sobre mi cabeza como si fuese ayer mismo aquel mi verano del 69.
El estío me trae a la memoria las mejores épocas de mi vida. Los momentos más bonitos. Mis Greatest Hits. Y a partir de ahora tendré también un as en la manga, un plan B. Cuando llegue el invierno y necesite un rayo de sol; cuando me sienta gris y helada y ansíe recordar el murmullo de las olas... ya no tendré que esperar a que llegue el verano para volver a sonreír.
Porque ahora tengo una canción. Una isla bajo el sol. Mi vela de la victoria.