Desde esta mañana una nube reposa sobre mi cabeza, persistente, densa, oscura. No me deja ver más allá del instante efímero que transito. Mis pensamientos flotan delante de mi cara y cuando quiero detenerme o acercarme a alguno de ellos, se pierden en la consistencia gaseosa de la nube. Desaparecen, se alejan, se cambian por otros. Es todo demasiado confuso. Me cuesta ver las cosas con nitidez. Trato de ordenarme para idear el plan de acción, para remontar el partido de hoy.
Pero es difícil. Cada vez que la ficha con tu nombre cae sobre el tablero, todo se redimensiona y se complica; ya no valen tácticas ni estrategias, cualquier jugada es imposible de anticipar. Las fichas se alborotan, los casilleros se desdibujan, los dados me abandonan. Lo único que se me ocurre es hacer trampa, pero no tiene sentido hacerle trampa a quien no sabe que está jugando. Porque este es mi engaño, el juego del que escribí las reglas una por una según mi conveniencia, el juego del que no puedo salir, y en el que te metí sin preguntar. Lo irónico es que voy perdiendo. Como en un laberinto de espejos las escenas se multiplican, se repiten ad eternum y cada copia me ofrece una pequeña variable, interpretaciones de lo que sucedió realmente y elucubraciones fantásticas de lo que podía haber sucedido si.
¿Será real esa playa que nunca conocí, de arena fina y blanca, en la que hubiera podido encontrarte tendida de espaldas al sol, con los brazos bajo la cabeza y el pelo de cobre cubriéndote la cara y parte de la espalda? Espero que no.