Jimmy era un gato muy especial, un gato con alma de perro, para que me entendáis. Mi hijo lo adoptó cuando se fue de casa, lo recogió de los jardines de la Universidad de Barcelona, y, por supuesto, al año lo tenía yo porque él se iba de viaje...
Por las noches se volvían locos y se pegaban carreras por toda la casa saltando por encima del sofá sin tener en cuenta que yo no era parte de él... Después se relajaban y se peleaban por el mejor sitio encima de mí. Por lo general Jimmy acababa en mis brazos y Lluna en mis piernas. Y no olvidaré los ronroneos y la mirada de Jimmy en esas ocasiones: era la viva estampa de la felicidad.
Me seguía a todas partes y acudía cuando lo llamaba; era bueno, obediente, se dejaba hacer de todo sin rebelarse ni chistar. Y cuando me ponía a leer o a trabajar con el ordenador se sentaba a mis pies y se quedaba tranquilo. Ya digo, como un perrito.
La casa se ha quedado muy vacía sin él. Lluna también lo extraña; está más mimosa, y de repente se pone a buscarle por toda la casa, a rastrear su olor... Supongo que es cuestión de tiempo que los dos nos habituemos a su ausencia, pero nunca le olvidaremos.
Como decía mi hijo: Jimmy era un gato muy especial.