Revista Diario

Jingle Bell

Publicado el 28 diciembre 2010 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 25a en la saga del Dr. Kovayashi.

La paranoia de Kovayashi | Continuará…

Kovayashi repasó uno por uno el grupo entérico: “Escherichia, Enterobacter, Salmonella, Shigella, Proteus, Pseudomonas, Alcaligenes”. El olor a mierda en ese baño de hospital era inaguantable y mientras despresurizaba la vejiga tenía que evitar pensar en que estaba aguantando la respiración y que aún le quedaba bastante por desagotar. Tenía los ojos cerrados; mantenía aprisionado el antebrazo entre la cabeza y la pared de azulejos encima del mingitorio. Pero de nada le sirvió el esfuerzo, para cuando cerró la bragueta ya llevaba un buen rato respirando inmundicia. “¡Qué baranda! Este hijo de puta se desayunó una momia”, pensó frente el espejo mientras peinaba sus pocos rulos con los dedos mojados. “Es así, hermano, sos vos”, parecía decirle el espejo. En ese estado permaneció un instante, pensativo, mesmerizado por su propio reflejo, hasta que un chistido lo devolvió a la realidad.

_ “Psst… Psst… Disculpe, maestro, ¿me alcanzaría tres o cuatro hojitas de papel?” El hombre del intestino enloquecido agitaba su diestra por debajo de la puerta del cubículo. Esperaba. Kovayashi, a la vez diligente y desconfiado, colocó ese preciado papel en la palma del desgraciado y fue entonces cuando vio que su manga era de tela roja, brillante, y que remataba en un puño de alba pomposidad. No cabía duda, era un disfraz de Santa Claus. “Gracias, amigo, y que Dios lo bendiga…” le dijo la voz tras de la puerta. Este extraño episodio le permitió al Doctor elaborar una hipótesis que postulaba que Papá Noel lo estaba vigilando.

El doctor Brontes, cuya oportuna intervención salvara a Kovayashi de ser expulsado del hospital de una patada en el trasero, lo estaba esperando fuera del baño. Minutos atrás, la joven recepcionista había arrojado a la cara de Kovayashi un “No puedo dejarlo pasar, son las reglas”, y eso fue justo antes de asustarse con el estruendo, antes de que en su mostrador se estrellara un puño que tendría que haberse manchado de rouge. Un arrebato de ira el del Doctor, sin dudas… pero, por Satanás, ¡cuánta imprudencia! Él, que siempre supo ser un ejemplo de buena educación, de inteligencia, se había colocado tontamente en el foco de las miradas. Y todo por desconocer el apellido de Rómulo… Ni siquiera un cambio de actitud frenaría lo inevitable. Podía haber escuchado los pasos decididos del guardia de seguridad, incluso hasta podía haberlo visto venir en las retinas de la chica. Pero ella había bajado los párpados y el celoso guardia procedió a detener al Doctor echándole con sus brazos un candado alrededor del cuello. ¡Y cómo apretaba el bastardo! Esa era la situación cuando una orden tajante de Brontes bajó del Parnaso de los médicos para liberarlo del guardia.

_ “¿Reglas? Me cago en las reglas”, dijo el médico con rabiosa pedantería, y añadió: “Acá, mientras los patrones no nos pongan en blanco, las reglas las manejaremos nosotros como nos parezca.” Mientras discurseaba, Brontes iba llevando del brazo a Kovayashi hacia el servicio de radiología. “Seré sincero, amigo, Ud. me importa un comino; yo me preocupo por mis pacientes y por mí. Sin embargo, usted es la primera persona que ha preguntado por Rómulo desde que llegó. Quienquiera que sea, es necesario que le muestre algo.”

Los tubos en el cielorraso y el moderno negatoscopio intercambiaron roles. Contra el blanco difuminado del cristal, dos radiografías mostraban patrones contrastantes de transparencias y opacidades. Órganos y huesos se diferenciaban sobre el azul profundo de la nada. “Le presento a Rómulo”, dijo Brontes. “Rómulo, te presento a…”

_ “Kovayashi.”

_ “…al señor Kovayashi, que está interesado en tu salud” dijo animadamente, pero después de quitar la sonrisa vidriosa de su cara fue de lleno al grano: “Odio hablar de milagros. Rómulo tendría que estar viendo crecer los rabanitos desde abajo. Sin embargo, vive. Mire esto…” dijo el médico señalando un área blanquísima en la placa. “Es una barra de metal. Atraviesa las vértebras cervicales por el canal medular como si fuera una brochette. No nos explicamos cómo ha llegado ahí; no hay cicatrices en su piel y tampoco entendemos qué se ha hecho de la médula espinal que desplazó. Si está vivo es por arte de magia.” Kovayashi reconoció que la imagen era impresionante, tanto como Brontes hablando de milagros y de magia. No pudo evitar recordar al hombrecito de la bolsa de humo y a aquel lunático que golpeara a Rómulo. Además, en la muerte de W. también empezaba a reconocer ese mismo tipo de magia perversa. Para Kovayashi, los hechos se habían encadenado como las disonancias en una sinfonía contemporánea, y él aborrecía la música del siglo XX. Únicamente pensaba en lo mucho que debería estar sufriendo su vecino, y en que él estaba allí para visitarlo. No obstante, eso que a criterio de cualquiera constituía una acción loable, para el Doctor era apenas una excusa. Sus razones distaban de ser humanitarias, e incluso escapaban a las más trasnochadas suposiciones del mismísimo Brontes. Por suerte, bastó que el médico escuchara el “Lléveme con él” para que ambos se pusieran en marcha.

_ “Debe saber también que el estado mental y emocional de Rómulo es precario. No sé cómo reaccionará al verlo. De todas maneras, debe ser discreto. No lo excite, no lo contradiga; si habla, sígale la corriente.” Tales fueron las órdenes del médico.

_ “Me importa un carajo lo que usted diga”, fueron las palabras que el Doctor nunca le dijo a Brontes.

Visto desde la puerta, Rómulo presentaba el mismo aspecto de siempre, aunque había algo raro en su mirada… “Pobre hombre”, pensó el Doctor al ver que tenía los ojos hundidos en las órbitas, o que tal vez estaban al revés y miraban hacia adentro. Por suerte, Brontes permaneció en el pasillo. Kovayashi se acercó a la cama y tomó a su vecino por las muñecas. Como no sabía cuánto tiempo de visita le quedaba, fue de lleno a sus asuntos.

_ “Soy Kovayashi, Rómulo… ¿Te acordás… tu vecino? Rómulo…”

_ “W…, W…, W…” La voz de Rómulo surgió como un miserable hilo gutural.

_ “Escucháme, necesito saber si vos o W. sabían algo más sobre los que pasó aquella noche que murió Scalisi…”

_ “W…, W…”. Rómulo daba la impresión de no pertenecer más a este mundo. Estaba animado, pero lejos, muy lejos.

_ “A la mañana siguiente me visitaron… ¿por qué? ¿sospechaban de mí? Quiero saber si vieron algo. Tu esposa nunca tomó el sedante que le dí…”, dijo Kovayashi.

_ “W…”

No había caso. Kovayashi pensó en desenchufarlo, en practicar una eutanasia barrial. Estaba seguro de que Rómulo podía escucharlo pero que las palabras se extraviaban en su interior apenas entraban. Kovayashi recordó entonces a M. Valdemar y pensó que Rómulo, a su manera, estaba pidiendo que lo dejaran partir. De repente, el Doctor repasó la lista de órdenes que le había dado Brontes y lo asaltó una brillante idea. Acercó la boca a la oreja de Rómulo para asegurarse de que lo escuchara bien y habló con firmeza:

_ “¡W. está muerta!”

Se despidió de Rómulo agitando la mano y abandonó el cuarto. En el pasillo, Kovayashi saludó a Brontes, le agradeció y prometió regresar en breve. El hospital estaba repleto de gente. Como no deseaba ser reconocido agachó la cabeza y apuró el paso. Afuera, ya en la vereda, pudo ver al Papá Noel de cuerpo entero. Era grandote. Estaba sentado contra un murete y sacudía una campanilla navideña con notable desgano. Al verlo, el disfrazado saltó a su paso y le entregó un volante de publicidad mientras le tendía su mano derecha al grito de “Jo, jo, jo,.. ¡Feliz navidad!” Kovayashi miró unos segundos aquella mano tan conocida y no dudó en seguir de largo hacia la parada de colectivos mientras recitaba una y otra vez: “Escherichia, Enterobacter, Salmonella, Shigella, Proteus, Pseudomonas, Alcaligenes. Escherichia, Enterobacter, Salmonella, Shigella…”

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