El día anterior, aunque en realidad era el mismo día, un par de tipos le habían reventado la cara. Una sangre densa y roja como el magma le bajaba desde la ceja a los labios y había manchado el ascensor, el rellano, el felpudo y también parte de la entrada de la casa de aquella chica. Le habían dado con los nudillos. “Ahora no sonríes tanto, ¿verdad? Ahora ya no eres el más listo del sitio. Aquí afuera ya no eres tan ingenioso”. Aunque sí que lo fue. Tanto que le abrieron la cara como a un saco de maíz rajado. Estaba inspirado. Un par de whiskys, el anhelo de convertirse aquella noche en un chico de palabras de amarre y una buena resaca. Pero acabó mirando cómo se encendía primero el uno, luego el dos, después el tres y más tarde el cuatro. 500 kilos para seis personas.
La cara no le paraba de sangrar. Mirándose al espejo del ascensor sentía lástima y un poco de fascinación. Se apretaba la brecha de su ceja izquierda para ver cómo salía más sangre. Subía una ceja, bajaba la cabeza y se imaginaba en la última escena de un western en el que John Wayne pasaba de ser el hombre bueno al tipo malo. Aunque todo aquello no había sido muy buena idea. La última vez que la vio, aunque también fue la única y la primera, por mucho que él se empeñara en contar que ella no paraba de llamarle, acabó con fuego cruzado. La chica lo había hecho todo bien. Ni siquiera le había dado un excusa para enfadarse. Tenía aquel gesto de las personas que no pueden ser atacadas. Y sin embargo él la había insultado en la puerta de casa. No solía ir por ahí insultando a la gente, pero aquella vez había tenido uno de esos días en los que sin saber por qué tenía más sueño que el día anterior aun habiendo dormido dos horas más.
El caso es que la noche en que le reventaron la cara sintió una necesidad sedienta y hambrienta de disculpa. Aunque mancharle el ascensor de sangre sólo empeorara las cosas. Mientras los numeritos iban iluminándose y se miraba al espejo iba pensando qué decir cuando abriera la puerta después de haberla despertado. Aunque resultó más fácil de lo previsto. No tuvo que decir nada. Ella se llevó las manos a la cara y le hizo pasar por delante antes de mirar a uno y otro lado del rellano, porque eso es lo que hacen en las películas. “Me imagino cómo habría sido tu cara si en lugar de haberme presentado aquí sangrando lo hubiera hecho desnudo bajo una gabardina”. Él se quedó sentando en una silla del salón y ella se fue a buscar hielo. Lo partió en un bol y el ruido le pareció insoportable. Después lo enrolló en un trapo mientras trataba de equilibrar sus ganas de clavarle un puñetazo con los deseos de saber qué había pasado. “Me han pegado dos tipos”. Ella empezaba a hacerle presión con los hielos en la cabeza. “Ufffff. Aaaaah. No soy de los que se pegan, ¿sabes? Te lo digo de verdad. Y tampoco voy por ahí insultado a la gente. Me habría gustado llamarte. Pero no habría sido justo”. Él mismo se sujetó los hielos con una mano y ella abrió la puerta de casa para fregar las gotas de sangre que él se había ido dejando desde el ascensor hasta la silla. Malherido, notaba como si se pudiera tomar las pulsaciones solamente con el bum-bum que le retumbaba en la cabeza. El trapo se estaba llenando de sangre y por eso ella decidió que lo mejor sería que metiera la cabeza bajo el grifo. Mientras, fue a buscar una toalla y después le secó el pelo. Conservaba el rostro por el que algunas personas no pueden recibir gestos hostiles. Pasó la mano por su cabeza y lo hizo con suavidad, como si estuviera tocando el caparazón de una tortuga. Luego él se quedó dormido en el sofá con un vendaje ridículo.
El bum-bum y una serpiente de luz entre las cortinas le despertó. Ufffff. Aaaaah. Luego se levantó y se quedó esperando algún ruido. Silencio. Buscó un trozo de papel donde dejar una nota pero no se atrevió a caminar por el resto de la casa. Abrió la puerta y se fue. Primero se encendió el cuatro, luego el tres, después el dos y más tarde el uno. Se miró al espejo. Se lo quedó mirando un buen rato. No recordaba que John Wayne hubiera llevado nunca un vendaje. Bum-bum. Luego echó un vistazo a su móvil. La cabeza le iba a estallar. El día anterior, aunque en realidad era el mismo día, un par de tipos le habían reventado la cara.