En ocasiones, la aflicción interna que genera el paso del tiempo no proviene del envejecimiento personal, sino del contraste. Del frío y ajeno contraste. Porque uno ya es otro, y sin embargo el río, revisitado tras muchos años, sigue siendo el mismo.

Al margen de pensamientos sobre la demolición de casas
(Me recuerdo, o lo recuerdo a él, con diez años
el día de la mudanza
a la nueva vivienda en la ciudad extraña,
esperando a que desembalen el sofá
para sentarse a leer de un tirón el libro escogido
de la caja recién llegada y recién abierta.
Con vaguedad
recuerdo al muchacho de diez años
que, absorto, lee “Cómo murieron Hitler y los suyos”
mientras muebles y enseres
ocupaban los espacios vacíos, vírgenes.
Y recuerdo también que, casi 30 años más tarde,
otro yo algo más curtido por la vida,
ambihuérfano y quizás más maduro,
volvió por última vez al mismo piso,
al de los padres, ya vendido,
sin enseres ni muebles,
frío y luminoso.
Como escribió Miguel Espinosa,
las historias principian realmente
por el final.
Es decir, sólo el segundo paréntesis
permite apreciar la sutil curvatura del primero.)
Poema incluido en la antología Eklipsas.
