Ahí está: sentado frente a mí, tan caballero, tan frío y cercano a un tiempo, tan impenetrable… El mismo hombre que hace unos años adoraba sin duda alguna; ese que hace meses comenzaba a ver como el único posible; también quien varias semanas atrás me reconvertía en la ninfómaba que nunca sospeché, y este del que hace siete escasos días apenas puedo soportar su aroma. Él. Ayer y hoy. ¿Mañana?
Me ha traído a este restaurante solo porque lo he sugerido como tablero de paz, y ha pedido el vino que me gusta y los aperitivos que prefiero. Sabe entregarse tanto como protegerse. Una de cal y dos de arena, o viceversa. Añadirá un chorreón de incertidumbre y listo el plato. Cuando lo tomo muy caliente, me quemo y grito. Si lo degusto tibio, como es costumbre de la casa, ni me entero…
Me mira como si no me hubiera visto durante estos últimos diez años. Me mira y me desnuda. Su lengua invisible me pasea sin permiso, algo desmemoriada de nuestra reciente afrenta. Una fresca es. La adoro por eso mismo, pero jamás se lo diré al dueño. No estoy (tan) loca. Optimista en la jugada, sirve las copas sin dejar de observarme y sin perder la sonrisa. ¿Cómo puede…? Es un mago de la seducción, y aunque haya pasado el tiempo, me retiene en su manga ancha y me esconde o me luce cuando le apetece. Dichoso ilusionista del alma.
Sabe cuánto se juega -nos jugamos- en esta partida adornada de buenos caldos y mejores viandas, y yo le dejo hacer. Le permito acechar y adentrarse. Enamorar y arriesgarse. Prometer y lucirse. Venimos de un desencuentro nefasto, y tenemos luna verde para recuperarnos o perdernos por completo. Todo o nada, y yo me he apostado como siempre al rojo corazón. Fuera la coraza. Propone un brindis. Buen movimiento, caballero. Atención a lo que siga, que puede ser sentencia…
-Por un futuro fabuloso.
-¿Y el presente?
-El presente ya lo es…
Jaque mate a la reina.