Revista Talentos

Kenzaburo Oe (Japón, 1935) PREMIO NOBEL EN 1994

Publicado el 17 julio 2015 por Amtaboada @amtaboada

Kenzaburo Oe


  (Japón, 1935)Oe

Kenzaburo Oe   (Japón, 1935) PREMIO NOBEL EN 1994  Escritor y ensayista japonés, premio Nobel de Literatura y probablemente el mejor novelista de la posguerra. Oé nació en una remota aldea de montaña en Shikoku, localidad que aparece con frecuencia en su obra, y creció en tiempos de guerra. En 1954 ingresó en la universidad de Tokio y en 1958 ganó el prestigioso Premio Akutagawa por su relato La presa, que describe la custodia en un pueblo de un aviador negro prisionero. Su primera novela extensa, Memushiri kouchi (1958), ratificó su éxito. Establecido como escritor importante de la posguerra, escribió sobre la condición alienada del Japón moderno, al tiempo que apoyó causas de izquierda, a pesar de su amistad con Yukio Mishima. En 1963, el nacimiento de un hijo retrasado mental y una visita a Hiroshima causaron una nueva evolución en su escritura, que culminó con sus obras maestras Un asunto personal (1964) y El grito silencioso (1967). Su obra, de estilo complejo y contenido intelectual, aborda la crisis existencial, la historia y la identidad cultural. Sus novelas posteriores tratan temas antinucleares y ecológicos en un estilo moderno más libre. Destacan, además, en su vasta obra, Las aguas han inundado mi alma (1973), Juegos contemporáneos (1979) y la novela de ciencia ficción La torre del tratamiento (1990). En 1994 le fue concedido el Premio Nobel, siendo el segundo escritor japonés en recibirlo.  © M.E.Kenzaburo Oe
El grito silencioso (fragmento)
A las cuatro de la tarde, se oyeron las voces de muchas gargantas que gritaban «¡Aah, aah, aah, aah!», repetidas veces, un sonido que fue ascendiendo poco a poco, como si subiera por una escalera de caracol. Eran gritos que traslucían una agitación placentera y apremiante, y que parecían proceder de la parte más vergonzosa de la mente, de los pliegues rojos y sanguinolentos de una de sus membranas mucosas. Al oírlos, sin saber por qué, sintiéndome tan desconcertado como si me hubiesen pillado exhibiéndome desnudo, grité: «¿Qué demonios es eso? ¿Qué es?». Acto seguido, desde un rincón del almacén, algo indefinido pareció ir a contestarme, pero, más desconcertado aún, grité: «¡No, no!», moviendo la cabeza. El griterío creció y creció, formando oleadas. Al cabo, cesaron los gritos y fueron reemplazados por un grave murmullo, como el agitar de las alas de infinidad de abejas, del que se destacaban de vez en cuando, negándose a ser sepultados, un grito gutural, el agudo chillido de un niño o una exclamación de alegría. Al principio continué con mi trabajo, pero llegó un momento en que aquellos gritos aislados, agudos e incomprensibles me impidieron concentrarme. Por fin me levanté y, recibiendo en los ojos y en las ardientes mejillas el frescor de la superficie fría del cristal, miré por la ventana empañada el espacio despejado del valle al atardecer. La nevada había perdido intensidad, pero seguía cayendo una nieve fina. El bosque que rodea el valle estaba sumido en negras sombras que se iban llenando de una niebla lechosa, y el cielo, con sus nubes de nieve, parecía una oscura y gigantesca mano helada que abofeteara el valle. Al esforzar mi dolorido ojo para atisbar las banderas del supermercado, emergieron poco a poco de la niebla colgando lacias y desconsoladas como pájaros con las alas plegadas; sus colores eran tenues como fragmentos de porcelana hundidos en agua turbia. No podía ver nada de lo que ocurría en el supermercado, pero el recuerdo de las mujeres que esperaban inmóviles y en silencio frente a las puertas mientras los dos cincuentones se pegaban en silencio seguía sin borrarse de mi mente. No tardé en volver a la mesa, hecho un mar de dudas. A pesar de que me había prohibido con firmeza bajar al pueblo, era evidente que algo extraño estaba ocurriendo allí, y esa prohibición no me impedía pensar que era casi seguro que Takashi y su equipo de fútbol tuvieran algo que ver. Incapaz de seguir con la traducción, dibujé un esbozo de una vértebra del rabo de buey del estofado de mi almuerzo en una hoja de las que utilizaba para el borrador de la traducción. El hueso del rabo, del color de la carne de una ostra, tenía toda clase de protuberancias y oquedades en complejas direcciones, así como unas tapas, redondas y gelatinosas, a ambos lados de la vértebra, y pequeñas cavidades como las de un nido de insectos cuya función para el desarrollo de la fuerza del rabo del animal mientras vivía, era incapaz de adivinar. Después de dedicar largo tiempo al esbozo inútil, dejé el lapicero y les di unos bocados a las tapas gelatinosas para tratar de revivir el recuerdo de su sabor. La grasa fría sabía a sopa de caldo hecha con pastillas. Me sentía cada vez más confuso y sumido en una profunda depresión de la que no parecía haber manera de salir. A las cinco, al otro lado de la ventana se hizo la oscuridad, pero todavía continuaba el clamor del que se destacaban ocasionales gritos alborotados. Con creciente frecuencia, se mezclaba con ellos el vocerío explosivo de los borrachos. Los niños de Jin regresaron a la vivienda anexa y, al tiempo que hablaban atropelladamente con entusiasmo, se oyó el ruido de pesados objetos metálicos al golpear entre sí. A pesar de que siempre que pasaban por delante del almacén bajaban educadamente la voz para no distraerme de mi trabajo, esta vez no le prestaron la menor atención al solitario del primer piso. Al igual que los adultos, daban la impresión de haber participado en alguna actividad importante para la vida comunal del valle. Poco después regresaron a la casona Takashi y los jóvenes, y durante un rato el jardín se llenó de gente. Incluso ya entrada la noche se oían a veces gritos entremezclados, como si varios grupos de borrachos pelearan a la vez. Y también se oían sonoras carcajadas que resonaban largamente antes de apagarse. "

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