Revista Talentos
Klaus Mann sobre Hitler
Publicado el 12 junio 2024 por Jorgapp
Sin duda yo estaba contra Hitler, desde el principio incondicionalmente, sin reserva alguna de tipo psicológico-pacifista o diabólico paradójico. Ni mi más vigilante enemigo mortal conseguiría descubrir en todos mis escritos una sola frase que, en un sentido cualquiera, correspondiera o hiciera concesiones a la filosofía nazi o al gusto nazi. Aquella ideología no me iba, me horrorizaba y asqueaba, me resultaba odiosa y contra natura. No cabe duda de que eso a es algo, un argumento que puede aducirse a favor de mi instinto ético y mi capacidad de discernimiento político. Basta con encogerse de hombres asqueado.
No me entraba en la cabeza que los alemanes tomaran seriamente a Hitler por un gran cerebro, incluso por el Mesías. ¿Hitler grande? ¡Bastaba verle!
Tuve repetidas ocasiones de estudiar su fisonomía. Una desde muy cerca, durante casi media hora. Era en 1932, aproximadamente un año antes de la toma de poder. El salón de té Carlton, de Múnich, era uno de los locales preferidos por Hitler, algo que yo desconocía por completo, cuando entré allí una tarde para tomar una taza de café. Me decidí por este local porque el Café Luitpold, justo enfrente, en la otra acera de la Brienner Strasse, era desde hacía poco lugar de reunión de los hombres de la SA y de la SS. Las personas decentes ya no lo frecuentaban. El Führer, según descubrí, compartí mi aversión a sus valerosos muchachos; también el prefería la intimidad del distinguido tea-room. Allí estaba, rodeado de unos pocos compinches elegidos, degustando su tartita de fresas. Me senté en la mesa de al lado, a menos de un metro de distancia. El se zampo otra tartita de fresas con nata (los pasteles en el Carlton eran buenos), luego una tercera, si es que no era ya la cuarta. A mi también me gustaban los dulces, pero el espectáculo de su avidez entre infantil y bestial me quito el apetito. Además, ya que el azar me había conducido hasta allí, quería concentrar toda mi atención en el glotón de la mesa vecina, algo que habría sido difícil si yo mismo me hubiera dedicado a saborear pasteles.
Dos preguntas, sobre todo, me inquietaban en estos treinta minutos de siniestra proximidad. Primera: ¿en qué radicaba el misterioso del impacto, de la fascinación de este personaje? Y segunda: ¿a quién me recordaba, a quien se parecía? Indudablemente se parecía a un hombre que yo no conocía personalmente, pero cuyo retrato había visto a menudo. ¿Quién era? No era desde luego Charlie Chaplin, ¡Por Dios no! Chaplin tenía el mismo bigotito, pero no esa nariz, carnosa, vulgar, casi obscena que ya me había impresionado antes como el detalle más repugnante y más característico de la fisónoma de ese hombre. Chaplin poseía encanto, gracia, ingenio, intensidad, unas características que brillaban por su ausencia en el comensal que sorbía estrepitosamente la nata a mi lado. Este mas bien parecida de un material y de una naturaleza sumamente toscos, un hombre vulgar maligno con una mirada histéricamente turbia en un rostro blanquecino y abotargado. ¡Nada que permitiera suponer grandes o, al menos talento!
No era una sensación agradable estar cerca de un ser parecido; y sin embargo no me cansaba de estudiar ese antipático rostro. Nunca me había parecido especialmente atractivo, ni en fotos ni en la tribuna de oradores iluminada; pero la fealdad ante la que me encontraba ahora sobrepasaba todas mis expectativas. La ordinariez de sus rasgos me tranquilizaba, me hacia bien. Le miraba y pensaba: nunca vencerás, Schicklugruber – apellido de la abuela paterna de Hitler- aunque te mates a gritar. ¿Tu pretendes dominar Alemania?, ¿Quieres ser dictador con esa nariz?, ¡No me hagas reír! Eres tan mediocre que casi me darías penas si tu mediocridad no fuera tan abyecta… Anda pide otra tartita de fresas, Schicklugruber, (ya van cinco ¿no?), dentro de unos años no te las podrás permitir, serás un mendigo, un olvidado, en unos pocos añitos. ¡Jamás llegaras al poder!
¿No había una aureola sangrienta sobre su cabeza para advertirme? ¿O una inscripción en la pared del salón de té del Carlton? No, no se percibía nada anómalo. Solo una discreta iluminación rosa, una música suave, pasteles a montones y en medio de este idilio dulce como la nata, un hombre bajito, antipático pero sin duda inocuo, con un bigotito ridículo y frente obcecada que, rodeado de su amigos, igualmente insignificantes, bebía a sorbos su taza de chocolate. Capte algunos fragmentos de su conversación. Discutían sobre el reparto de una revista música que se estrenaba esa misma noche en el Kammmerpiele de Múnich. Una de nuestras mejores amigas, la excelente actriz de carácter Therese Ghiese, tenía en ella el primer papel. El Führer declaro que le apotecia la función. Primero por la opereta era un genero gracioso (humor sano, te ríes todo que quieres), segundo y sobre todo por la Ghiese, a la el Führer califico de simplemente genial.
- Es una actriz popular como solo las hay en Alemania- constato retadoramente, y su semblante se ensombreció porque uno de sus compañeros, opino cautamente que la tal dama por lo que él sabía no era aria pura.
- Algún problema de origen… Racialmente no es intachable...-murmuro el impertinente secua. A lo que el del bigotito, que hasta entonces había hablado con calma forzada, alzo alarmante la voz.
- Maledicencias- sentencio en el ceño fruncido- ¡Como si yo no supiera distinguir entre un talento natural germánico y un sucedáneo semita!
Me costó no soltar la carcajada. ¡Que pena que no estuviera aquí la Ghiese para oír estos disparates!
No llegaras jamás al poder, estúpido Schicklegruber, pensé otra vez, ahora de excelente humos. Mientras llamaba a la camarera para pagar mi consumición, descubrí de pronto a quien me recordaba aquel personaje. A Haarmann, naturalmente. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?- Eso es, se parecía al asesino de niños de Hannover, cuyo proceso había causado sensación hacia poco. ¿Seria el aficionado a la opereta el austriaco tan letal como su doble del norte de Alemania? Este Barba Azul homosexual había logrado atraer hasta treinta o cuarenta niños a su acogedora habitación en la que les cortaba el cuello durante el acto sexual, fabricando luego con los cadáveres sabrosas salchichas. Una proeza sobre todo si se piensa que el diligente pederasta vivía en una estrecha casa de alquiler entre vecinos vigilantes. Pero donde hay una voluntad, hay un camino. Con obstinación tenaz se acaba consiguiendo lo aparentemente imposible. El parecido entre estos dos hombres de acción me choco. El bigote y el flequillo la mirada torva, la boca al mismo tiempo resentida y brutal, la frente testaruda, incluso la nariz indecente, ¡Eran las misma características!
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