La abuela Estrella hornea el pan de escanda. Por Max.

Publicado el 11 agosto 2011 por Maxi

Discurría bien avanzado el mes de Julio –también conocido por los aldeanos como el mes de la yerba- hacía un tiempo magnífico, eran unas jornadas en que no acertabas a distinguir si eran más doradas que azules y en que todo se volvía calor. Los habitantes de la vieja casa-molino –conocido como la del Río- hicieron la comida de medio día a toda prisa para a continuación armados con forcadas y garabatos al hombro, marchar como aguerrida tropa, en dirección al prado de las Cuandias, con la idea de recoger una partida de hierba que suponían que con tanto sol, ya estaría bastante seca y bien curada, no en vano casi habían pasado dos días, desde que resultara segada, esparcida y revuelta.

Estrella, la joven-abuela de apariencia tan de vieja, se quedó sola… -si no contamos un renacuajo que apenas levantaba dos palmos del suelo, testigo mudo que hoy maneja la pluma puede que alimentada por los lejanos recuerdos- Dejáramos la buela en la cocina con las manos en remojo, fregando los platos, al tiempo que sacaba adelante la quincenal amasada del pan, hecho por el cual, fue dispensada de acudir a la paña a la testera del sol. El fuego en el fogón parecía agonizar bajo un gran perol con comida pa los gochos, que oportunamente dejaban sentir sus gruñídos, que parecían salir de debajo del piso, dado que la cocina estaba situada mismamente encima de la porquera, reclamaban con machacona insistencia su ración, quiero recordar que dijo la abuela a punto de enfadarse:

-¡Rediós! El trabajo que dan esos condenados, no perdonan una comida y cada día que pasa aumentan de tamaño y tienen más fame, pa encima verme condenada, con estos calores y por culpa de esos fartones, a tener que mantener todo el día el fogón enceso.

Al lado tenía otra pota más pequeña, con agua hirviendo, de la que se servía con un cazo para ir echando al balde, donde restregaba los cacharros que habían resultado manchados por los hambrientos comensales, esos platos y cacerolas eran lavados entre una nube de vapores, a fuerza de agua hirviendo, sin jabón, y ese agua grasosa, mezclada con los restos de comida, terminaban en el duerno de los puercos, como alimenticia llabaza, era la economía, el ecologismo y el reciclado –aún antes de estar de moda- llevados a los últimos extremos, nada aquí se desperdiciaba.

Aprovechando que la puerta de entrada había quedado un poco abierta, con la idea de conseguir que se moviese un poco el aire interior, la gallina más atrevida, haciendo alarde de su audacia, se aventuró ligera debajo de la mesa y los bancos, en busca y captura de alguna miga caída, hasta que fue descubierta y expulsada a escobazos, terminando la abuela, por trancar la parte inferior de la puerta, para evitar que entrasen las demás pitas y dejasen marcadas sus asquerosas huellas, dibujadas como tres palitroques unidos por un extremo, apuntado en sentido contrario a la dirección de la marcha, dando como resultado el dejar hecha un “zaque” –cosa que presumo debía ser algo muy malo y asqueroso- la madera del piso. A continuación pasó la bayeta húmeda por encima de la larga mesa, secó los platos y los recogió en la alacena, terminando por dar un escobazo al suelo, barriendo también de paso, el descansillo y la escalera de piedra que daba acceso a la puerta de entrada.

Habiendo completado las tareas derivadas del refrigerio de medio día de su numerosa recua de dos patas, se dirigió a la aledaña cocina de leña, recinto donde se encontraban: una masera con la tapa medio levantada, la puerta del horno de cocer el pan abierta y chisporroteando dentro, la leña que ardía con buena llama, al fondo una escalera por la que se accedía al desván, un montón de troncos de leña en el suelo, amén de dos pequeños armarios; de frente una estrecha puerta de madera, daba también paso a un diminuto servicio. Los pontones y la madera del techo estaban tan renegridos como los cojones de un burro, el suelo era de ladrillo macizo y parecía tan prieto como el mismo techo, no en vano allí mismo en el piso se prendía fuego a madera verde, para tratar de afumar los dolcos de chorizos y morcillas que colgaban de unas varas de avellano, situadas ex profeso y guindadas a los listones de arriba. A través de un pequeño ventanuco se filtraba el radiante sol que vino a descubrirle unas telas de araña que colgaban bamboleándose de los horizontales y carbonizados palos, les atizó con el rodillo que siempre llevaba al hombro, hasta desaparecerlas, diciendo: ¡mira que son aplicadas estas tejedoras arañas, un minuto que te descuides ya tendieron sus redes por todas partes!

Previamente había efectuado el amasado de la harina de escanda. Serían alrededor de treinta kilos de farina que hubo que mezclar con agua, sal y levadura, a lo que fue menester emplear toda la fuerza de sus brazos pa menear, estirar y golpear, tarea en la que invirtió media mañana, dejándola bastante fatigada, y eso que contó con la ayuda…-aunque la mayoría de las veces casi lo prefería hacer sola- del abuelo Avelino que siempre estaba dispuesto… ¡es más! le encantaba caciplar en esa tarea, recordando sus años mozos de panadero en la Habana, de lo que no veas lo orgulloso que se sentía él. La verdad sea dicha ¿pa que negarlo? casi siempre terminaban engarrados, a cuenta del grado de cocción que se les debía aplicar a los panchones –el los prefería medio crudos, ella demasiado cocidos- pese a los años que llevaban casados y las cientos de veces que habían amasado juntos, nunca fueron capaces de ponerse de acuerdo, así que la cosa solía terminar en inevitable empate -ni pa ti, ni pa mí- la mitad crudos y la otra mitad más bien churruscados.

Aprovechando que la masa -tapada con una sábana- estaba yeldando en la masera –se necesitaban como mínimo un par de horas- la abuela pasó a la galería abriendo una de las puertas de los ventanales que daban al sur, intentando que corriese el aire, apoyó los brazos en el marco, mientras contemplaba como las gallinas de su hija y vecina, escarbaban el estiércol dentro del acotado cuchero, en busca de lombrices, y era de ver cuando una de ellas lograba hacerse con uno de aquellos gusanos, corría con él prendido en el pico como una banderola al viento, siéndole disputado el trofeo con fiera saña de picotazos que hacían trizas en un segundo, el cuerpo del desafortunado gusano. Aunque el asentado abono daba la sensación de estar casi seco, diría que desprendía una especie de vaho. Hurgaban las gallinas y se enterraban en los pozos por ellas escarbados con patas y alas, mientras el gallo erguido y soberbio, de vez en cuando se subía a sus lomos, picoteándoles si acaso la cresta, o daba vueltas a su alrededor con un débil y camelante cacareo. Las gallinas lo recibían resignadas y si acaso doblaban sumisas las patas, soportando aquel pesado y presumido sobre sus alas, hasta que el gallo de la quintana tuviese a bien el apearse, después sacudían las plumas, levantando polvo a su alrededor, mientras el gallo brabucón se pavoneaba cantando su triunfo a grito pelado, siendo este respondido por los gallos de la vecindad, que tomaban aquel desaforado canto, como un reto amoroso.

La abuela se sentía cansada y aunque las calcinadas maderas convertidas por el fuego en rojas ascuas estaban dejando el forno a punto, este aire tan quieto y recalentado le hacía sudar la gota gorda, se asomó a la puerta -con la pañoleta calada en la cabeza- de aquel infierno en miniatura, observando como los ladrillos refractarios se habían apropiado del calor, de la forma que cabía esperar. Todavía le faltaba cortar la masa y moldear los morenos panchones, pero se dijo que aún le sobraba tiempo, así que caminando despacio y con cuidado trasladó el balde de la humeante llabaza al duerno de los puercos que se lanzaron como temibles fieras metiendo las patas delanteras y su largo focico en el revuelto caldo. A continuación fue en busca de los huevos al gallinero, los había blancos y marrones, los recogió en el mandil doblado, faltaba uno para la docena, guardándolos a continuación con cuidado en el aparador dentro de una Guevara de rejilla metálica. Salió a descansar un instante en la plazoleta de entrada, el polvoriento camino estaba escoltado de airosos fresnos que con las hojas mustias parecía dormitar. De frente observó la alta hierba del Ribacho que estaba sin segar, en la que los dorados dientes de león estallaban como fogonazos, aunque en general predominaba un color verde fuerte, mientras la sombra de la cerezal y los más lejanos nogales, dibujaban un círculo un poco alargado, al pie de cada árbol.

La tapa de la masera se había elevado unos centímetros, empujada por la amasada pasta que aumentó de volumen al resultar esponjada por la levadura. Despojada la masa de la blanca mortaja, nos mostraba un atrayente bombo de embarazada con la piel estirada y fina sin estrías, de un color crema apagado, con tonos medio parduzcos, y que juraría que lleva vida dentro –y no me extraña nada que así fuese, por que millones de criaturas de este perro mundo, pudieron subsistir y desarrollarse gracias al germen de vida de tan generoso cereal- Provista de un cuchillo de grandes dimensiones, la abuela procede a cortar la blanda y multiojada pasta, en una serie de tacos de un tamaño similar, a continuación con las manos se encarga de modelar los panchones, dándoles una forma redondeada similar a un gran y alimenticio seno femenino, en que el pezón está invertido y es el resultado de empujar con el dedo pulgar hacia dentro la cúspide de la medio redondeada pirámide, dando lugar a un pequeño y coqueto hoyo como ojo ciego de Polifemo –la verdad nunca tuve explicación lógica, para este inevitable remate de los panchones-

Declinaba la tarde cuando llegaban por el empedrado camino del Cantón algunos de los cansados y alegres yerberos, después de haber terminado la faena del día, afirmaron distinguir en el aire… vete tu a saber, si aquellas pretendidas dotes de emular el fino olfato de un perro de caza, se debieran más al deseo, que a lo realmente percibido del olor de patatas fritas, hasta suponían que acompañadas con los inevitables: huevo y chorizo, y en este caso también del pan de escanda recién sacado del horno, mientras los ojos -de puro contentos- se les hacían chiripitas.

La verdad es que doy fe que no se habían equivocado mucho en sus cálculos y suposiciones, ya que la hacendosa abuela, amén de atender el horno y conseguir cocer un bollo adelantado, teniéndolo casi frío y dispuesto para hincarle el diente, había tenido tiempo para pelar patatas cortarlas en alargadas tiras, freírlas en la prieta, grasienta y kilométrica sartén, acompañadas de huevos y unos trozos de longaniza que se retorcían entre el aceite, y hasta una fuente alargada de loza de San Claudio, dibujada con unas ramas azuladas por fuera, lucía adornada por dentro, con unos tomates cortados y jugosos, junto con una ecológica lechuga del huerto que estaba al lado de casa, que no se sabe como, aunque se supone que por arte de magia había resultado mezclada, con los rojos y extremistas tomates.

Las estrellas aparecieron en las profundidades del cielo cuando terminaban de dar buena cuenta de las viandas, se presentaba una noche espléndida y salieron a la plazoleta de entrada a la casa, era la hora de la tertulia, unos tacos de troncos aserrados paralelos hacían de toscas tachuelas, hacia el río chilló una lechuza, volaban por el aire los antiguos efluvios que el calor condensado de aquel caluroso día, había hecho brotar de la tierra aplastada del camino y los campos; los murciélagos dibujaban en el aire apresuradas estelas más prietas que la misma noche, buscando siempre… buscando… por que no hay duda que era su buena hora y buscaban mosquitos con que alimentarse. La luna como una enorme linterna alumbraba con su haz de luz oblicua las lomas circundantes y la elevada plazoleta, dando la sensación de haberse transformado en un pequeño escenario, y allí surgieron temas de conversación, hablaron del tiempo, que era favorable para las cosechas, del año, que se anunciaba bien, y luego de los vecinos, de toda la comarca, de ellos mismos, de las fiestas -pa Santana ya no faltaba mucho- de la aldea, de su juventud y la actual, de sus recuerdos, de los padres que se habían ido para siempre. La abuela de vez en cuando se perdía dentro de la casa, para atender los bollos, darles vuelta sacarlos, meter los no cocidos. Pasaba de media noche cuando la abuela terminó la intensa faena y satisfecha amén de galdida se fue a acostar. Y eso sin contar que el abuelo anduviese con ganas de jarana, que la cosa aún podía alargarse hasta las tantas…

Tengo que confesar que por culpa seguramente de mi juventud –disculpable el pecado al considerar que los dientes de leche no eran las herramientas mas apropiadas para enfrentarse a la dureza del pedernal en que terminaban por transformarse después de unos cuantos días los panchones del pan de escanda- Por ello en aquella época, un servidor era más partidario del pan blanco –de trigo- en contra del pan negro –de escanda- Aún teniendo en cuenta la teoría derivada de una anécdota –muy celebrada- de uno de uno de mis tíos, que siendo un crío había constatado que era mucho más alimenticio el pan de escanda ¡ande vas a parar, no tenía color! Contaba que primero se había desayunado una tazada de farugas de pan blanco con leche y quedó con fame, en cambio a continuación se mazcó otra con pan de escanda, quedando totalmente satisfecho y hasta fartuco, lo que venía a certificar la supremacía del pan negro sobre el blanco.

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