Transcurren las horas entre trabajo, tareas, horarios, atender a las necesidades de mi otra hija. En la medida de posible, también a las mías. Intercalo fugaces momentos de intimidad robados para posar las manos en mi vientre y conectar con la vida en él, pero sólo al caer la noche nos envuelve la serenidad, el pulso se ralentiza y me siento plenamente entregada a mecer a este ser con mi respiración y la calma de una madre.
En distintos momentos de mi vida he sentido el deseo de entregarme a los mandatos de mi cuerpo, esforzarme por escuchar sus señales, las verdaderas señales, lo cual no me resulta nada sencillo descifrar entre tanta falsa necesidad disfrazada. Darle a mi cuerpo lo que necesite cuando así lo pida que, en definitiva, no es tanto. Pero sí es una labor que requiere consciencia, confianza y capacidad de abstracción.
Este deseo se torna en una necesidad inminente durante el embarazo, puesto que te encuentras en un estado de absoluta prioridad ante lo que sucede en tu cuerpo y tu ser. El tener que vivir cada una de estas mágicas transformaciones como si nada sucediera es antinatural y roza lo absurdo. Tristemente, una se encuentra a menudo en una espiral en la que desde fuera se valora la actitud de la mujer por mantener su actividad habitual, no obviando lo que sucede pero sí subyugándonos a convertirnos en una nueva especie: la superembarazada, más allá de la conocida supermadre y supermujer (que tal vez también “debamos ser” simultáneamente), para acabar de traspasar lo delirante.
El embarazo va de la mano de la atemporalidad, al menos así lo siento yo. Deberíamos poder olvidarnos de las horas, los deberes, todo lo que no fuera verdaderamente imprescindible. Entregarnos a sentir, a respirar, a conocernos. Admirar la naturaleza que nos rodea y aprender a valorarla en nuestro propio interior. Tomar consciencia del poder que poseemos, honrar a nuestro cuerpo, agradecer la vida. Dormir, descansar, soñar. Acariciar, acariciarnos, dejarnos acariciar. Olvidar los días, olvidar las 40 semanas, las 4.000 citas que si te descuidas y te invade el temor que aguarda a que cualquier embarazada titubee, logrará duplicar las consultas, las preocupaciones, las visitas y hasta las pruebas.
Deberíamos acomodarnos en nuestras carnes, esquivar las básculas por sistema y por estética o presión social, directamente desterrarlas. Deberíamos cogernos de la mano y cantar juntas. Deberíamos informarnos, sin miedos, sin que nadie cercano haga mella en lo que sentimos o deseamos, vestirnos con la seguridad de obrar según nuestro sentir y sabernos capaces de todo lo que necesitamos para gestar, para parir y para criar, como animales que somos, más o menos civilizados. Porque si continuamos cultivando la idea de un embarazo idílico, un bebé hermoso, cariñoso, silencioso e “independiente” si es que este adjetivo pudiera usarse para una criatura recién traída al mundo o siquiera a un niño, una recuperación instantánea (no sólo física) y el recobrar la vida que hasta el momento conocíamos dejando destellos, entonces no me sorprende que acabemos frustradas, desorientadas e, incluso, avergonzadas.
Desearía despojarme desde ya, de cada uno de estos lastres. Muchos de los cuales ya he barrido pero otros muchos aún aguardan a que emprenda ese viaje conmigo misma. Pero para los ajenos, los que dependen de la comunidad, de cómo se sitúe a la mujer en la sociedad y se trabaje la igualdad sin perder de vista que somos radicalmente diferentes en aspectos tan fundamentales como éste… ese camino no puedo recorrerlo yo sola.
Me queda el soñar que alguien sopla las horas, sonreír a la luna cuando la sorprendo prendida en la ventana de mi dormitorio, traer a mi mente el sonido de las olas rompiendo, como si una caracola me acariciar la oreja. Concentrarme en la música que desprendo, a dos ritmos, a dos tiempos. Saber que todo llega. Perder a conciencia todos los trenes para quedarme en el andén desnuda y comenzar a aullar una vez al mes.
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